Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

"VERDADES" SOBRE LA MESA

Aisha estaba tan furiosa que, en su mente, ya había pateado cientos de veces la entrepierna de Leonardo.

Se colocó el vestido de la noche anterior y, con paso decidido, fue en busca de su padre. No podía esperar más: exigiría salir de aquella casa de inmediato.

Se sentía humillada por Leonardo. No iba a casarse con un hombre como él. Los recuerdos dulces que alguna vez atesoró comenzaban a desvanecerse, como hojas arrastradas por el viento. Pensaba que era frío, que la juzgaba en silencio sin siquiera intentar comprenderla, pero sus palabras—tan crueles, tan injustas—iban más allá de cualquier lógica. Podía aceptar que estuviera enfadado por un matrimonio impuesto, pero no que volcara su rabia contra la persona equivocada. Ella no tenía la culpa. Ella también era una prisionera en esta historia.

—Buenos días, hija —saludó Carl al encontrársela en el comedor—. ¿Te sucede algo? —añadió al notar su expresión claramente alterada.

—Sí. Quiero que sepas que no permitiré que me humillen. Y aunque tenga que arruinar todos tus planes, no pienso casarme con ese maldito hijo de puta.

—Baja la voz —ordenó Carl con frialdad—. Y ahora, con calma, dime: ¿qué demonios te sucede?

—¿En serio lo preguntas? ¿Podrías, por una vez, ser honesto y decirme cuál es tu negocio con Enzo Russo? Porque no me creo que hayan arreglado un matrimonio con ese idiota de Leonardo así como así.

—Aisha... —Carl bajó la mirada, buscando palabras—. Yo...

Pero antes de que pudiera continuar, Enzo apareció en la estancia.

—Oh, qué vergüenza que mis invitados se hayan levantado antes que yo. Van a pensar que soy un perezoso —comentó con una sonrisa despreocupada—. Por cierto, buenos días.

Aisha se volvió lentamente hacia él, con la mandíbula tensa y los ojos encendidos de rabia.

—No sabía que también eras aficionado a las comedias, señor Russo —dijo con mordaz ironía—. Porque esto, todo esto, es una gran broma, ¿verdad?

Enzo sonrió con una calma que solo intensificó su furia.

—No estoy seguro de a qué te refieres, Aisha, pero si hay algo que te molesta, podemos hablarlo con tranquilidad. Esta casa está abierta al diálogo —respondió con tono afable, aunque sus ojos la observaban con un brillo frío.

Carl carraspeó, incómodo.

—Aisha, por favor...

—¡No! —lo interrumpió con voz firme—. Estoy harta de las medias verdades. Quiero saber qué está pasando aquí. ¿Qué trato hicieron tú y este hombre? Porque no me digas que de repente te volviste un padre preocupado por mi futuro y decidiste encontrarme un esposo multimillonario. No me tomes por estúpida.

Enzo cruzó los brazos, divertido ante su actitud desafiante.

—Tienes fuego... igual que tu madre —murmuró, casi para sí.

Aisha frunció el ceño.

—¿Qué dijiste?

Enzo la miró con calma.

—Dije que me recuerdas a tu madre. Tenía el mismo carácter. Impulsiva, valiente… y bastante imprudente también.

El silencio cayó sobre la habitación como una losa. Aisha sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Que Enzo evocara a su madre removió algo en su interior. Su propósito era descubrir los misterios que rodeaban su muerte, y ahora, por culpa de Leonardo y su impulso, estaba a punto de arruinarlo todo.

Inspiró profundamente, llenó los pulmones de aire y trató de calmar su mente.

—Lo siento... Acabo de tener un mal momento con Leonardo y terminé desquitándome con ustedes.

—Lo entiendo. Siéntense, por favor. Ordenaré que sirvan el desayuno —dijo Enzo justo cuando Martha, la ama de llaves, entraba en la estancia.

—Estoy alterada —añadió Aisha, dirigiéndose a Enzo—. ¿Podría pedirle a su hijo que no me provoque?

—Hablaré con él —respondió Enzo, aunque era evidente que no le importaba en lo absoluto—. Martha, haz que los sirvientes sirvan el desayuno.

La mesa del comedor estaba dispuesta con una precisión casi ceremonial. Un mantel de lino marfil caía hasta el suelo, perfectamente almidonado. Sobre él, porcelana fina con bordes dorados, cubiertos de plata reluciente y copas de cristal tallado. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de los croissants calientes, frutas frescas cortadas con esmero, huevos revueltos al punto y jugos naturales dispuestos en jarras de vidrio.

Martha dio unas instrucciones breves, y enseguida dos mujeres jóvenes entraron en silencio, como sombras bien entrenadas, colocando platos, tazas humeantes y pequeños detalles que convertían el desayuno en una escena casi irreal.

Aisha se sentó sin decir palabra, intentando conservar la calma. Enzo miraba algo en la pantalla de su teléfono, y Carl permanecía en silencio, como si meditara sobre cómo intervenir sin encender más la mecha.

Fue entonces cuando se escucharon pasos firmes acercándose por el pasillo de mármol. La puerta se abrió, y Leonardo entró.

Ya no llevaba la ropa deportiva cubierta de sudor. Iba vestido con una camisa blanca impecable, sin una sola arruga, y pantalones gris oscuro. El cabello, aún húmedo por la ducha, estaba peinado hacia atrás. Su expresión era serena, casi indiferente, como si nada hubiera ocurrido.

—Buenos días —saludó, con voz firme pero cortés.

Aisha apenas lo miró. Él tampoco buscó su atención.

Justo detrás de él apareció Matteo, con una sonrisa ligera y despreocupada en los labios. Llevaba un suéter azul marino sobre los hombros y una camisa beige arremangada. Su presencia parecía desentonar con la tensión que se respiraba en el ambiente.

—Espero no llegar tarde. ¿Aún queda café? —preguntó con tono jovial, acercándose a la mesa.

—Sí, tomen asiento —respondió Enzo con una sonrisa medida.

Leonardo se sentó frente a Aisha. No la miró, pero era evidente que estaba consciente de su presencia. El silencio entre ellos era espeso, como si cada palabra no dicha pesara más que cualquier insulto.

Matteo, en cambio, tomó una taza y se sirvió café con la tranquilidad de un invitado más, ignorando deliberadamente la tensión que cargaba el ambiente. Observó a Aisha con una mezcla de interés y cautela, como si quisiera evaluar su temple.




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