Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

LA HERENCIA DEL SILENCIO

La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz tenue que se filtraba por las rendijas de la persiana. Aisha yacía boca arriba sobre la cama, inmóvil, con los ojos clavados en el techo, aunque su mente vagaba lejos de allí.

Cada palabra, cada revelación de su padre resonaba como un eco doloroso en su cabeza. “Tú eras mi héroe…” ¿De verdad lo había sido? ¿O simplemente había sido la única figura a la que pudo aferrarse cuando el mundo se volvió incomprensible?

Sintió un nudo en el estómago. No sabía qué dolía más: la verdad sobre su madre, la traición de Carl o la idea de que su vida entera había sido una pieza más en el juego sucio de una familia poderosa.

Las lágrimas rodaban sin esfuerzo por sus sienes, silenciosas y pesadas. No lloraba con desesperación, sino con ese llanto lento que nace del desengaño más profundo. Ese que sólo aparece cuando se rompe algo que parecía eterno.

Quiso odiar a su padre, pero no pudo. Quiso perdonarlo, pero tampoco fue capaz.

¿Y ahora qué? —se preguntó—. ¿De verdad esperaban que siguiera adelante, fingiendo que no le habían robado la libertad de elegir su propio destino?

Volteó el rostro hacia la mesita de noche, donde descansaba un retrato de cuando era apenas una bebé, sentada en el regazo de su padre.

El retrato parecía mirarla desde otra vida. En la imagen, Carl aunque no sonreía la miraba con una calidez que ella ya no reconocía. Sus brazos rodeaban con firmeza al pequeño cuerpo de Aisha, como si en ese instante hubiera existido un amor auténtico, un lazo irrompible. Pero ahora, esa imagen no era más que una postal de una mentira bien construida.

Aisha extendió la mano, dudando. La yema de sus dedos tembló a pocos centímetros del marco, como si tocarlo fuera a desencadenar una oleada de recuerdos que no estaba lista para enfrentar. Lo retiró antes de alcanzarlo, con una mezcla de rabia y tristeza que se le atascó en el pecho como una espina.

Quería gritar. Romperlo todo. Huir. Pero incluso su rabia parecía agotada.

Respiró hondo. El aire le pesaba en los pulmones, como si cada inhalación la obligara a aceptar una nueva verdad: la inocencia ya no era un refugio. Nunca lo había sido, en realidad.

Se sentó lentamente sobre el borde de la cama, y el silencio de la habitación pareció hacerse más denso, casi sólido. Miró sus manos, como si en ellas pudiera encontrar una respuesta sobre que hacer. Eran las mismas manos que habían dibujado su futuro, que habían proyectado casas, caminos, sueños. Ahora sentía que todo se le escurría entre los dedos, como arena mojada.

Entonces pensó en Leonardo.

En sus ojos azules, en esa mirada que parecía querer descifrarla, latía una pregunta inquietante. ¿Él también lo sabía? ¿Formaba parte del mismo juego retorcido? Nada tenía sentido. Le había dicho en la cara que no quería casarse con ella.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Quería creer que, tal vez, Leonardo también estaba siendo forzado. Pero ya no tenía certezas: todo se le había vuelto humo.

Y sin embargo, algo dentro de ella —una chispa diminuta, casi imperceptible— se negaba a apagarse. Tal vez no podía cambiar el pasado. Tal vez no tenía control sobre todo lo que le habían arrebatado. Pero aún le quedaba una opción: decidir qué haría con las ruinas.

Apretó los puños. No podía quedarse quieta para siempre. La verdad la había destrozado, sí. Pero también podía reconstruirse. Piedra por piedra. No por Carl, ni por su madre, ni por los Russo. Por ella.

El sonido del celular la sacó de su trance. Tomó el aparato y vió en la pantalla el nombre de su amiga. Era el momento menos oportuno para chismorreos, así que decidió no contestar.

Aún con el teléfono en la mano, escuchó un golpe en la puerta. No respondió. Sabía que era Carl quien estaba al otro lado, y lo último que deseaba era verlo. Estaba cuestionándolo todo.

Al no obtener respuesta, Carl empujó la puerta lentamente.

—Sé que no quieres verme, pero necesito seguir hablando contigo...

—No quiero escucharte. Estoy agotada y no tengo cabeza para seguir oyéndote —lo interrumpió Aisha, sin apartar la vista del pequeño diario de tapa de cuero marrón que Carl sostenía entre las manos.

—Lo sé... pero estoy decidido a ser completamente transparente contigo.

—¿Todavía hay más secretos? —preguntó, incrédula, incorporándose hasta quedar sentada.

Carl se sentó al borde de la cama y la miró con pesar.

—Sí.

Aisha se cubrió el rostro con las manos.

—Dios... —murmuró, sacudiendo la cabeza.

No quería seguir escuchando. Cada palabra le pesaba como una piedra en el pecho. Pero había pasado tantos años intentando descifrar la verdad, reconstruyendo los fragmentos de su historia, que negarse a oír a su padre —aunque fuera con su versión— habría sido un acto de negación. Estaba agotada, emocionalmente devastada, pero necesitaba saber. Ya no quería más excusas, ni más mentiras. Solo la verdad. Solo eso… para, al fin, poder tomar una decisión que le permitiera estar en paz consigo misma.

— Quiero que me respondas algo —dijo Aisha con voz decidida—. ¿Soy tu hija?

—Por supuesto que lo eres —afirmó Carl con una pasión casi desesperada—. ¿Por qué no lo serías?

—Enzo dijo que tal vez soy hija de su hermano Luigi… y también que Lucas creía que yo era hija de Enzo.

Carl apretó los labios. Sus ojos se nublaron un instante antes de responder:

— Enzo es un maldito mentiroso, solo quiso jugar contigo metiendote dudas.

— ¿Por qué haría algo así?

— Porque es un hombre perverso, por eso quiero contártelo todo.— Carl hizo una pausa antes de continuar— fue Lucas Russo quien tuvo la idea de que te casaras con uno de sus nietos.

—¿Por qué?

—Para asegurarse de que yo nunca revelara los sucios secretos de su familia. Para mantenerme atado.

—¿Qué?

—Si crees que lo que ya te conté fue todo, estás equivocada. Como sabes, Alexandra y yo fuimos más que amigos. Enzo nunca lo supo... pero Lucas sí. No había nada que ese hombre no supiera.




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