Aisha no había sido capaz de probar bocado; todo le daba vueltas en la cabeza. Su conversación con Carl, la revelación de lo que su padre había hecho en el pasado... Una parte de ella quería consolarlo, decirle que todo estaría bien, que haría lo que él le pidiera. Pero otra parte estaba profundamente decepcionada. Sentía que no conocía a ese hombre, el mismo que había estado a su lado desde siempre. Aunque nunca fue cercano emocionalmente —siempre frío, distante con todos—, Aisha se había acostumbrado a esa dureza. Sabía que, detrás de esa coraza, él la amaba a su manera. Para él, ella seguía siendo su pequeña.
Tumbada en su cama, con las luces apagadas, Aisha se preguntaba si la mujer que la trajo al mundo realmente merecía que alguien buscara la verdad. Tal vez ella no lo necesitaba. Tal vez nunca lo había necesitado. Pero Carl sí. Él merecía saber qué había pasado con su esposa. Aun así, ¿era ella capaz de encontrar esa verdad? ¿O el riesgo sería demasiado grande? Sería tan fácil dejarlo todo atrás y regresar a Washington, fingir que nada había pasado. Pero sabía, en el fondo, que no podría hacerlo. Algo más fuerte que el miedo la ataba a ese lugar.
Se levantó bruscamente, con una ira incontrolable recorriéndole las venas. Quería llorar, quería golpear algo, quería… Quería que todo esto no fuera más que una maldita pesadilla. Se dejó caer nuevamente sobre la cama y abrazó con fuerza la almohada, apretándola como si pudiera exprimir su dolor entre las manos.
Hundió el rostro en la almohada y dejó que las lágrimas fluyeran sin control, empapando la tela mientras sollozos sordos sacudían su cuerpo. No sabía si lloraba por su madre, por su padre, o por ella misma. Tal vez por todo. Por la vida que había llevado creyendo en verdades a medias, por las ausencias disfrazadas de silencio, por la rabia que la devoraba desde dentro. Golpeó la cama con el puño, una y otra vez, hasta que le dolió la mano. No era justo. Nada de esto lo era. Y sin embargo, ahí estaba, sola en medio de una oscuridad que parecía no tener fin, obligada a cargar con secretos que no le pertenecían.
Se giró de lado, exhausta, con el corazón doliendo y latiendo a mil, cerró los ojos apretándolos con fuerza, como si así pudiera ahuyentar el pasado que ahora la perseguía sin tregua.
De repente, se preguntó cómo habría sido Diana. ¿Era dulce? ¿Tierna? ¿La amó realmente? Un extraño anhelo surgió en su pecho, el deseo profundo de conocer a su madre. Se limpió el rostro con las manos, intentando borrar la sensación de vacío que sentía, y encendió la lámpara de la mesita de noche. A su lado, reposaba el diario de Diana. No sabía qué encontraría exactamente entre sus páginas, pero el impulso de descubrirla era más fuerte que la incertidumbre.
Hojeó el diario sin saber exactamente qué buscaba. No se detenía en ninguna página en particular, solo pasaba las hojas con la ansiedad de quien necesita comprender algo, lo que sea. Entonces, de repente, sus dedos se detuvieron en una página, una escrita unos días antes de su nacimiento.
25 de febrero de 1999
Ya falta muy poco, pronto te conoceré, mi amor. Solo deseo que mi princesa nazca sana. Estos días han sido muy difíciles, siento que lloro por nada, tengo los pies hinchados, me duele la espalda. Carl, aunque de manera brusca, hace todo lo posible para que me sienta bien. A veces me río, él parece un niño, quiere saber todo sobre la bebé y está tan ansioso como yo por tenerlo en sus brazos. Tengo la esperanza de que nuestra princesa venga a sanar su alma rota. Es un hombre tan bueno, no merece vivir con miedo. A veces me siento tan impotente por no poder borrar el pasado, pero me convenzo al saber que tenemos un futuro hermoso por delante.
Aisha pasó a la siguiente página.
Creo que estas serán las últimas palabras que escribiré antes de conocer a mi princesa. He tenido contracciones, pero no le he dicho nada a Carl. Ya puedo imaginar cómo se pondrá cuando se entere. No le diré nada hasta que rompa aguas, y creo que eso será pronto. Parece que no solo Carl y yo estamos ansiosos por conocernos, sino también tú, mi pequeña.
28 de Febrero de 1999.
¡Por fin! ¡Por fin tengo a mi hermosa princesa entre mis brazos! Fue un parto realmente doloroso, pero ver su carita tan hermosa, sus pequeñas manitos, me hace sentir que todo el dolor ha valido la pena. Carl y yo lloramos como dos niños al conocerla. Es tan pequeña, tan frágil, que siento miedo de que pueda romperla. Mientras escribo estas líneas, no puedo dejar de mirarla... Siento que la amo tanto, demasiado.
Pensé que nunca experimentaría una felicidad así.
Lágrimas comenzaron a caer sobre las hojas. Aisha se sintió culpable por haber pensado mal de ella.
Me amabas, mamita —pensó, mientras cerraba el diario con delicadeza.
En ese momento, no necesitaba seguir leyendo. Había comprendido lo más importante: su madre realmente la amó.
Colocó el diario sobre su pecho y lo abrazó con fuerza, como si al hacerlo pudiera aferrarse a un pedazo de ella. Cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, la rabia se desvaneció. Solo quedó el dolor, un dolor profundo por el destino cruel que su madre había sufrido.
Ella merecía haberla tenido a su lado. Merecía una infancia con amor, no con preguntas sin respuesta.
Si los Russo eran responsables de su muerte, los haría pagar… aunque tuviera que sacrificarlo todo.
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La brillante luz se colaba entre las rendijas de la persiana cuando Aisha abrió los ojos. Instintivamente, alargó la mano y agarró su celular para mirar la hora. Se sorprendió al ver que eran casi las once de la mañana.
Se había quedado dormida justo cuando comenzaba a amanecer. Se giró y se puso boca abajo, sintiendo cómo todo su cuerpo le dolía: la espalda, los hombros, incluso los ojos y la cabeza. Como si el peso de la noche aún se aferrara a ella.
Editado: 09.08.2025