La noche había caído con una lentitud inusual, o al menos así le parecía a Aisha. Permanecía de pie junto a la ventana, con las cortinas abiertas y el aire fresco colándose por los ventanales, mientras observaba cómo las luces de Charlottesville destellaban a lo lejos, como si la ciudad intentara disimular su silencio bajo un velo de brillo artificial. Se preguntaba si, además de ella, habría alguien más sintiéndose tan miserable esa noche.
Había tomado la decisión de casarse con Leonardo. A pesar del acuerdo pactado, pudo haberse negado. Nadie la habría obligado. Sin embargo, eligió hacerlo… y aun así, el temor la acorralaba. Tenía miedo de salir herida, de romper la promesa que se hizo a sí misma: no enamorarse. Pero, ¿qué tan imposible era eso realmente? De niña había sentido algo profundo por él, una ternura casi mágica que vivía en su memoria como un suspiro dulce y lejano. ¿Y ahora? ¿Qué era exactamente lo que sentía?
Soltó un suspiro largo. Tal vez era el cansancio físico, o quizá el peso emocional de los últimos días lo que la hacía divagar en pensamientos que le parecían absurdos. Necesitaba dormir, recobrar fuerzas para enfrentar lo que venía. Aún debía hablar con Carl, cerrar los cabos sueltos. Había cosas que no cuadraban, como el modo en que él sabía que Matteo era frío, o que Leonardo era ambicioso. ¿Acaso los había investigado? ¿O sabía algo que aún no le había dicho?
De todos modos, ya había tomado una decisión. Estaba dispuesta a sacrificarse para descubrir la verdad. Tanto ella como Carl necesitaban respuestas, y su madre merecía justicia. Por lo que había leído en su diario, Enzo y Lucas la habían humillado, y eso no quedaría impune.
Lucas estaba muerto y no podía vengarse de él, pero Enzo seguía vivo. No sabía aún de qué forma, pero se aseguraría de hacerle pagar.
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A la mañana siguiente se levantó temprano, incluso antes de que Carl saliera rumbo al viñedo.
—Buenos días, hija. ¿Dormiste bien?
¿Dormir bien? Últimamente, eso era un lujo. Pero no tenía ánimos de desquitarse con su padre.
—Un poco —respondió, evitando mirarlo directamente.
—En la cafetera hay café —dijo él con naturalidad—. También hay croissants, o si prefieres, puedo hacer huevos con tocino.
—Gracias, no hace falta. Me sirvo con un croissant y café.
—Hija —dijo entonces Carl con un tono más cuidadoso—, quería saber si me acompañarías esta noche a la presentación de dos vinos que el viñedo D’Arcy va a presentar.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Aisha mientras sacaba una taza del armario.
—Sí, tú —respondió él, observándola con atención.
—¿Esta noche? No tengo nada que ponerme —se quejó mientras se servía un poco de café.
—No te preocupes, no pidieron que vayamos de etiqueta.
—¿Quién lo está organizando?
—Leonardo Russo —respondió Carl, como si no fuera importante.
Aisha guardó silencio un momento.
—No iré.
—¿Por qué? —quiso saber Carl.
—Porque no quiero. Porque Leonardo fue un maleducado conmigo, me provocó deliberadamente... No me apetece ver su maldita cara —espetó con rabia.
No quería verlo porque, según ella, lo detestaba, pero en el fondo sabía que era porque le gustaba esa "maldita cara".
—Te recuerdo que vas a casarte con él, así que tendrás que verlo. Aun así, no insistiré.
—¿Dónde se llevará a cabo tan dichoso evento? —preguntó con indiferencia mientras se sentaba.
—En el salón de eventos D'Arcy.
El salón de eventos D’Arcy era una lujosa casa colonial, dedicada exclusivamente a recepciones de matrimonio para la gente más rica de Virginia o a eventos sociales de la alta alcurnia. Los Russo también la usaban para presentar sus vinos antes del lanzamiento oficial.
Años atrás, solían celebrar allí una gala benéfica en honor a la matriarca de la familia, Helena D’Arcy. Aisha nunca había asistido a ninguno de esos eventos. Para Lucas o Enzo, los empleados —o sus familias— no pertenecían a su mismo estatus social.
—Lo pensaré —dijo finalmente.
—Me avisas si decides ir —respondió Carl, poniéndose de pie—. El evento empieza a las siete de la tarde.
—Está bien.
—Ya debo irme, te llamaré más tarde —añadió, y así, sin más, salió de la cocina rumbo al trabajo.
Aisha estaba acostumbrada a esas despedidas, así que no le dio importancia. Su mente estaba llena del recuerdo de Leonardo.
«Voy a ir, y voy a demostrarte que no suelo vestirme con harapos, también puedo tener buen gusto».
Hizo una nota mental, preguntándose si tenía un vestido lo suficientemente bonito para asistir a la presentación de esos dichosos vinos.
Pensó en un vestido rojo de tela imitación de seda que su amiga Amy le había regalado para su cumpleaños veintidós. Era entallado al cuerpo, con finos tirantes spaghetti, y el dobladillo llegaba justo por encima de las rodillas.
Terminó su desayuno y subió a su habitación. Abrió el guardarropa, y ahí estaba: el vestido rojo. Lo sacó con cuidado y se lo probó por encima de la ropa, observándose con detenimiento en el espejo.
Tal vez era demasiado para un evento formal. El escote en V probablemente revelaría más de lo que estaba dispuesta a mostrar.
Suspiró.
Tal vez debería elegir otra prenda.
Aisha sostuvo el vestido frente a ella unos segundos más, insegura.
El escote en V le parecía provocador, los tirantes delgados casi inexistentes. No era el tipo de prenda que solía usar… al menos, no desde que había empezado a trabajar en serio, ni desde que su vida se volvió tan rígida como las decisiones de su padre.
Pero había algo en ella —una rebeldía dormida, una necesidad de afirmarse— que la empujó a cerrar la puerta del dormitorio y desvestirse.
Se lo puso con cuidado, sintiendo cómo la tela suave se deslizaba por su piel. Frente al espejo, se observó en silencio. El vestido se ceñía a sus curvas, el escote pronunciado resaltaba su clavícula, y el color rojo encendía algo en sus ojos color avellana.
Editado: 01.08.2025