El murmullo de los invitados se desvaneció cuando Leonardo tomó nuevamente el micrófono. De pie bajo la cálida luz ámbar que colgaba del techo del salón, su presencia dominaba el silencio con una calma contenida. Con su traje gris oscuro que absorbía la luz como si cargara con una sombra que no lograba dejar atrás.
Justo en ese instante, Aisha y Matteo cruzaron el umbral del salón. Sus pasos se detuvieron al ver a Leonardo hablando. Nadie reparó en su llegada, salvo Aisha, cuya mirada se clavó en él con una mezcla de asombro y algo más difícil de explicar.
—No suelo hablar dos veces en una noche —dijo Leonardo, su voz grave y serena—, pero hay cosas que necesitan decirse… incluso si incomodan.
Matteo la miró de reojo, notando cómo se tensaba a su lado.
—Durante mucho tiempo pensé que los viñedos eran solo tierra, tiempo y uvas. Creí que el vino era una fórmula, un producto. Pero estaba equivocado. El vino también es pérdida. Es memoria. Es todo aquello que callamos y que, sin embargo, necesita salir a la superficie.
Leonardo alzó la copa de cristal frente a él. Su rostro se mantenía serio, pero en su voz temblaba una emoción apenas contenida.
—Este tinto se llama Sangue di Sol… —Leonardo giró la copa lentamente, dejando que la luz atrapara destellos rubí y escarlata—. Lo llamé así porque me recuerda el momento exacto en que el sol muere en el horizonte, tiñendo la tierra de fuego y promesas.
Su voz se volvió más baja, casi confesional.
—Fue la primera vendimia en la que trabajé después de regresar de Italia. Corté cada racimo como si fuera una deuda con este suelo. Dejé que fermentara casi tres años, sin forzarlo, sin imponerle mi voluntad. Lo dejé contar su historia a su propio ritmo.
Levantó la copa apenas, como si brindara con un recuerdo.
—Es Carmenère y Malbec, pero más que eso… es el tiempo contenido en cristal. Es paciencia, silencio y memoria. Es un vino que no perdona mentiras. Quería que tuviera carácter, pero también el coraje de transformarse. Como yo tuve que hacerlo.
Aisha sintió un nudo en el pecho. Matteo, a su lado, se removió con incomodidad, cruzando los brazos. Ella apenas lo notó. Estaba demasiado absorta en Leonardo, en la forma en que hablaba, en cómo sus palabras resonaban con una tristeza que parecía antigua.
—Gracias —finalizó él—. Por brindar con nosotros. Por permitir que este vino sea más que una bebida. Sea también una forma de decir lo que a veces uno no se atreve a pronunciar con palabras.
Dejó el micrófono y alzó su copa, mirando a los invitados. Por un segundo sus ojos se cruzaron con los de Aisha, y fue como si el tiempo se detuviera.
Ella apartó la mirada. Matteo le susurró algo, pero no lo escuchó.
Porque en ese momento, lo supo: Leonardo hablaba de algo más que vino. Estaba hablando de sí mismo.
Apenas Leonardo dejó el micrófono sobre la mesa, un murmullo de aprobación se encendió como un fuego lento en la sala. Los flashes de las cámaras de los periodistas iluminaron el salón mientras los empresarios se apuraban a acercarse.
—Leonardo, unas palabras para el diario local. —dijo un reportero, con la grabadora en alto.
—Señor Russo, ¿cómo espera posicionar este vino en el mercado internacional? —preguntó otro, mientras un empresario europeo intentaba interrumpir para hablar de distribución.
Leonardo apenas levantaba la mano para calmar el entusiasmo. Su expresión era paciente, pero en su mandíbula tensaba la frustración de alguien que se veía obligado a repetir respuestas que ya había dado antes.
Aisha y Matteo se detuvieron a pocos metros, apartados del gentío. Ella lo miraba con los labios entreabiertos, como si hubiera algo que quería decir pero no encontraba las palabras.
Matteo resopló. —Mira cómo se lo pelean. —comentó con un tono seco, mientras se acomodaba el saco.
—Está trabajando. —musitó Aisha, aunque sonaba más como una defensa involuntaria.
—Sí. Trabajando en ser el centro de atención. —Matteo levantó su copa vacía con desdén, como si fuera la prueba de algo.
Aisha no contestó. Observaba a Leonardo rodeado de empresarios y periodistas que lo acosaban con preguntas, tomando notas y pidiéndole fotos. Él se mantenía cordial, pero sus hombros parecían más pesados con cada respuesta.
En ese momento, Leonardo giró ligeramente la cabeza, sus ojos barrieron la sala y se encontraron con los de Aisha. Fue un segundo apenas. Lo suficiente para que ella sintiera que algo se le contraía en el estómago.
Pero un empresario le puso la mano en el hombro y Leonardo se vio obligado a volver a sonreír, a dar otra respuesta pulida. Aisha apretó su copa contra el pecho.
Matteo la miró de reojo.
—No sé qué es peor, ser el hombre que vende un vino con discursos de poeta... o ser el que se los cree.
Aisha bajó la vista a su copa, con la mezcla de sabores aún viva en su lengua. No dijo nada. Pero sabía que Matteo estaba equivocado. Ese vino no era solo un producto. No para Leonardo. No después de escuchar esas palabras.
Y odiaba admitirlo, pero eso la conmovía más de lo que estaba dispuesta a confesar.
El bullicio en el salón se mezclaba con el tintinear de las copas y los flashes de las cámaras. Mientras Leonardo seguía rodeado de empresarios y periodistas, Aisha se mantuvo un poco apartada, intentando procesar todo.
Matteo estaba a su lado, con la copa vacía colgando perezosamente de su mano. Su semblante era frío, casi aburrido, pero sus ojos se clavaban en Leonardo con una intensidad que Aisha no pasó por alto.
Entonces vio a Enzo avanzar entre la gente con paso firme, abriéndose camino sin pedir permiso. Sus ojos estaban fijos en Matteo. Cuando llegó junto a ellos, ni siquiera miró a Aisha.
—Matteo. —dijo Enzo en un tono seco pero bajo, con esa autoridad innata que parecía exigir obediencia sin levantar la voz.
Matteo enderezó la espalda apenas, pero su gesto se tensó.
Editado: 25.09.2025