Aisha despertó con los primeros rayos del sol filtrándose entre las cortinas. Había pasado la noche en vela, dando vueltas sobre un colchón demasiado frío y demasiado honesto. El insomnio la había dejado exhausta, con los párpados hinchados y la mente cansada de tanto pensar. Aun así, su cuerpo se negó a reposar un minuto más.
No tenía ganas de ducharse. Quería quedarse quieta y esconderse bajo las sábanas. Pero su sentido de la higiene era casi un credo personal. Incluso en días grises como ese.
Se aseó con movimientos lentos y metódicos. Después eligió la ropa sin reflexionar demasiado: ropa interior roja —como un amuleto de valor que ya no sentía—, pantalón negro con cierres laterales, camiseta roja de manga larga con un racimo de uvas estampado en el centro, y zapatillas blancas algo gastadas. Los colores parecían hablar por ella: intensidad contenida, orgullo herido, la voluntad tozuda de no llamar la atención.
Bajó en silencio por la escalera, como si no quisiera despertar ni siquiera al suelo de madera. En la cocina, se preparó un café cargado, casi negro, como sus pensamientos. El vapor subió lento, cálido y cruel, recordándole que estaba viva. Sin dudarlo, marcó el número de Amy.
La amiga contestó al segundo timbre, su voz suave al otro lado, como un bálsamo conocido.
—¿Aisha? —preguntó, sorprendida y preocupada—. ¿Todo bien?
Aisha apretó los labios antes de responder.
—Sí… sí —murmuró con una sonrisa que nadie vio, aunque la melancolía le pesaba en la voz—. Solo quería hablar contigo. Ponernos al día.
—¿Por qué no respondiste mis llamadas ni los mensajes?
Aisha cerró los ojos un instante. Mentir ya se había vuelto un hábito.
—He estado ocupada —dijo con fingida naturalidad.
—¿Ocupada con qué? —insistió Amy, con esa delicadeza que a veces dolía más que un reproche.
—Esperando una llamada de trabajo —contestó, evitando detalles.
Antes de regresar a Charlottesville, había trabajado en Washington en un estudio de arquitectura especializado en restauración histórica. Nada menos que su sueño desde la universidad. La contrataron apenas se graduó: un logro que la llenaba de orgullo.
Pero su padre la había querido de vuelta. Le prometió “ayudarla a conseguir un trabajo con mejor salario en Richmond”, como si fuera una oferta generosa en vez de una exigencia velada. El resto fue un silencio incómodo, prolongado y cómodo solo para él. Aisha había aceptado porque era más fácil ceder que discutir.
—¿Ya encontraste trabajo allí?
—No —respondió Aisha con un hilo de voz—. Estoy esperando que me llamen. Envié currículum a dos constructoras en Richmond… tengo la esperanza de que alguna me contrate.
Lo dijo con cuidado, procurando sonar optimista. No mentía: realmente los había enviado. Pero no le había llegado ni siquiera un rechazo formal.
Amy se quedó callada un segundo antes de soltar, con esa sinceridad que a veces cortaba como cuchilla:
—Pensé que ya tenías trabajo. Te fuiste de aquí diciendo que tendrías una mejor oportunidad… ¿Pasó algo que no me estás diciendo?
El silencio se alargó. Aisha miró su taza de café como si buscara en el líquido negro alguna respuesta salvadora.
—Lo sé —terminó por decir, con un suspiro—. Pero las cosas no siempre salen como una planea.
Agradeció que Amy no pudiera verla en ese momento. Su amiga la conocía demasiado bien: habría notado enseguida la forma en que se mordía el labio o cómo sus ojos se llenaban de sombra. Y Amy no descansaba hasta hacerla hablar.
Pero ahora no. No quería confesarle nada sobre su posible matrimonio con Leonardo. Ni sobre la forma en que se sentía atrapada en un compromiso que ni siquiera sabía si seguía vigente. Era demasiado complicado. Demasiado vergonzoso.
Así que dejó el tema morir. Bebió un sorbo de café ya frío y tragó la amargura junto con el silencio.
— Mejor hablame de ti ¿Cómo te ha ido?
Amy carraspeó antes de hablar:
—Bueno… yo no me puedo quejar. No gano un súper salario, pero pago el arriendo, la comida, las cuentas... algo me queda. No es mucho, pero voy ahorrando.
—Me alegro, Amy. De verdad. —Y lo dijo en serio, aunque sintió un leve nudo en la garganta.
Porque Amy no tenía que cargar con un matrimonio impuesto. No estaba encadenada a un apellido que no era el suyo, ni a un hombre con el que ni siquiera sabía si seguía comprometida de manera oficial. Si Leonardo no había anulado el compromiso —y no tenía forma de saberlo—, entonces ella seguía atada a un pacto frío, sellado por conveniencia, entre dos desconocidos.
Y ese desconocido no era un misterio absoluto. Lo conocía en dos versiones. Una era el hombre seco, arrogante, con esa dureza que rozaba la crueldad en cada palabra cuidadosamente medida para herir. Un muro. Un recordatorio constante de que no estaba allí por su voluntad.
La otra versión era el enólogo apasionado. El hombre que hablaba de las vides con un brillo irrepetible en los ojos. Que recorría las hileras de plantas como si fueran un templo sagrado, describiendo sabores, suelos y estaciones con devoción auténtica. Ese hombre parecía humano. Cercano. Casi vulnerable.
Ambos eran reales. No podía negar ninguna de esas caras. Y ambas la desarmaban de maneras distintas. La primera la obligaba a levantar defensas, a pelear por cada palabra. La segunda le hacía bajar la guardia, preguntarse qué más había detrás de esa fachada, y por qué demonios le importaba tanto averiguarlo.
Era un dilema cruel: no poder odiarlo del todo. Ni poder quererlo, aunque a veces, muy en el fondo, temiera que eso fuera exactamente lo que empezaba a pasarle.
Amy y Aisha terminaron hablando de trivialidades: la apertura de una nueva cafetería en el centro, un vestido en oferta que Amy había cazado casi por deporte, los precios cada vez más absurdos del vino, el clima indeciso de Virginia que parecía no decidirse nunca entre el frío y el calor.
Editado: 05.08.2025