—Hemos llegado, señorita —anunció el conductor con voz calmada.
Aisha descendió del vehículo con estudiada elegancia. Sentía los nervios tensándole el estómago, aunque no tanto como aquella primera vez que había visitado la mansión de los Russo.
Por un momento se distrajo, cautivada por el jardín del patio delantero: los rosales aún sin florecer se alzaban en hileras perfectas, prometiendo belleza contenida, mientras dos manzanos comenzaban a desplegar sus flores con tímido esplendor, llenando el aire con un perfume delicado y etéreo.
La fachada de la mansión se imponía con su presencia, mostrando sin vergüenza el orgullo de su antigüedad. A diferencia de la fría perfección de la casa de los Russo, aquí se respiraba historia y una calidez acogedora. De estilo inequívocamente italiano, los muros de estuco envejecido ostentaban tonos cálidos de ocre y terracota, recorridos por enredaderas de jazmín que trepaban con gracia por columnas y balcones de hierro forjado. Las ventanas altas y arqueadas lucían contraventanas de madera desgastada por el sol y los años, mientras el techo de tejas rojas se veía irregular, como si cada pieza hubiera sido colocada por manos distintas a lo largo de generaciones.
Unas escaleras de piedra conducían a la entrada principal, donde una pesada puerta de madera maciza con herrajes antiguos parecía custodiar siglos de secretos. Aisha no pudo evitar pensar que, aunque más antigua, aquella casa parecía estar más viva que la mansión Russo.
Junto a la mansión, semiescondida entre árboles frutales y arbustos de lavanda, se alzaba una casa de tamaño modesto, ni grande ni pequeña. Su arquitectura conservaba el mismo estilo italiano, aunque más sencillo, con paredes encaladas y un tejado de tejas rojas que parecía haber resistido el paso del tiempo con dignidad. Las ventanas, enmarcadas con madera pintada de azul celeste, estaban abiertas, dejando escapar el aroma a pan recién horneado y albahaca. Aisha la observó con curiosidad: había en esa casa una calidez particular, como si alguien aún la habitara con amor y sin prisas.
Aisha subió lentamente los escalones de piedra, sintiendo bajo sus pies el crujido sutil del tiempo. La puerta de madera se abrió antes de que pudiera tocar el llamador de hierro forjado, revelando el interior bañado por una luz cálida que se colaba entre vitrales antiguos.
En el vestíbulo, flanqueado por columnas de mármol y un suelo de mosaico desgastado por las décadas, la aguardaba Melissa. Vestía con una sencillez deliberada, como si se negara a destacar dentro de aquella casa cargada de historia, pero había en su porte una serenidad inconfundible. Le dedicó a Aisha una sonrisa tímida, pero sincera, como si la hubiera estado ensayando durante días para ese momento.
—Usted debe de ser la señorita Davis. Bienvenida —dijo en voz baja, casi un susurro que parecía reacio a romper la quietud del lugar—. Soy Melissa Williams, estaré a sus órdenes —añadió con una leve inclinación de cabeza.
—Muchas gracias, señora Williams —respondió Aisha con amabilidad, devolviéndole una sonrisa suave—. Es un placer estar aquí.
Por un instante, Aisha vaciló. Una parte de ella sintió el impulso de acercarse, de saludarla con un beso en la mejilla o un abrazo breve, movida por la calidez contenida en la mirada de aquella mujer de unos cincuenta años, de modales suaves y rostro sereno. Pero antes de que pudiera decidirse, Melissa la interrumpió con cortesía tranquila:
—Acompáñeme, por favor. El señor Russo la está esperando.
Aisha sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda al oír el apellido Russo. Por una fracción de segundo, una imagen fugaz e inquietante cruzó su mente: la posibilidad de que fuera Enzo quien la aguardaba al otro lado. Sin decir palabra, siguió a Melissa a través del salón, donde los pasos de ambas resonaban suavemente sobre el mármol antiguo, como si hasta el pasado prestara atención.
El salón por el que caminaban tenía un aire antiguo, sí, pero acogedor. A diferencia del lujo ostentoso y frío de la mansión de los Russo, aquí todo parecía haber sido elegido con cariño, con memoria. Las paredes, en tonos cálidos entre el marfil y el terracota, estaban adornadas con paisajes italianos y retratos familiares enmarcados en madera oscura. Los techos altos, con vigas expuestas, otorgaban amplitud sin imponencia.
Los muebles, de líneas clásicas y tapizados en suaves tonos tierra, mostraban señales de uso: pequeñas marcas, desgastes en los brazos, un cojín algo deshilachado. Pero eso solo los hacía más reales, más vividos. En una esquina, una chimenea crepitaba con discreción, arrojando un calor tenue; y sobre una mesa baja reposaba un florero sencillo con ramas de olivo fresco, como un gesto de bienvenida ancestral.
No había música de fondo, ni relojes marcando el paso del tiempo. Solo el silencio. Un silencio profundo y amable, como si aquella casa supiera respirar en paz.
El salón estaba vacío. ¿No había dicho Melissa que la estaban esperando? Aisha estuvo a punto de preguntar, pero antes de abrir la boca, Melissa se adelantó con su acostumbrada calma:
—El señor ya viene.
—Ah… —murmuró Aisha, apenas audible.
—¿Desea algo de tomar?
Ella negó con la cabeza, acompañando el gesto con una leve sonrisa contenida.
—Con su permiso, me retiro.
Melissa se alejó en silencio, sus pasos casi inaudibles sobre el suelo de mármol, dejando tras de sí un tenue y reconfortante aroma a lavanda, como una última caricia que se desvanecía en el aire.
Aisha quedó sola, dejando que su mirada se perdiera en los detalles del entorno. Era la última hora de la tarde, y la luz dorada del sol descendente se filtraba por los ventanales, envolviendo el salón en un tono ámbar suave y melancólico. Las sombras se alargaban con lentitud sobre el piso de mosaico, como si el tiempo mismo se estirara para saborear el final del día.
Se quitó con cuidado el trench color beige, sintiendo el peso de la tela al deslizarse de sus hombros.
Editado: 30.07.2025