La terraza se abría al final de un pasillo enmarcado por puertas de cristal con herrajes antiguos. Al cruzarlas, Aisha se encontró con un espacio amplio, elevado apenas sobre el jardín, sostenido por columnas cubiertas de enredaderas de jazmín que ya lucían algunas flores blancas, esparciendo un aroma dulce y sutil en el aire templado de la tarde.
El piso de piedra clara, algo irregular por el paso de los años, reflejaba la luz anaranjada del atardecer como un fuego suave. En el centro, una mesa de hierro forjado delicadamente ornamentada estaba dispuesta para dos, vestida con un mantel de lino color marfil. Sobre ella aguardaban una botella de agua mineral en una hielera de plata, copas de cristal y una vela aún apagada, como una promesa de intimidad.
A unos metros, un conjunto de sofás de mimbre trenzado con cojines en tonos tierra y crema creaba una atmósfera serena y acogedora. Frente a ellos, una mesa baja de madera envejecida completaba el conjunto, invitando a la charla pausada y a las confidencias al abrigo de la noche inminente.
Desde la terraza se desplegaba una vista que parecía sacada de un cuadro: el jardín descendía en suaves niveles bordeados por setos bajos, y en el centro, las grandes protagonistas eran las rosas ya comenzando florecer. Había rosales por todas partes, en tonos marfil, rosado, rojo profundo y un amarillo suave que parecía oro a la luz del sol moribundo. Eran arbustos altos y bien cuidados, con flores ya abiertas en todo su esplendor y muchos capullos a punto de estallar. Caminos de piedra serpenteaban entre ellos, y aquí y allá, se alzaban pequeñas esculturas cubiertas de musgo, fuentes antiguas y bancos de mármol envejecido.
A lo lejos, dos cipreses enmarcaban la silueta del atardecer. El ruido de los autos se oía a lo lejos, y una brisa ligera traía consigo el perfume mezclado de rosas y lavanda.
Aisha se detuvo por un momento antes de sentarse. Sentía que aquel lugar tenía alma, historia y belleza, pero también algo más... algo escondido entre las sombras que se alargaban lentamente sobre la tierra.
Leonardo retiró la silla con gesto natural, y Aisha tomó asiento con delicadeza.
—Espero que disfrutes lo que Melissa ha preparado —dijo él, con una cortesía que no sonaba forzada.
—¿No te parece que es un poco temprano para la cena? —murmuró ella.
Leonardo echó un vistazo a su reloj.
—No te preocupes, la cena se servirá a las siete. Todavía tenemos tiempo.
Ella lo observó en silencio por un instante. Luego, sus labios se curvaron en una sonrisa tenue, casi imperceptible, pero sincera.
No sabía qué decirle ni qué preguntarle. Solo atinó a comentar:
—Es un lugar bonito.
—¿Te refieres a este jardín? —le preguntó él.
Aisha asintió.
—Mi abuela solía cuidarlo con esmero.
—¿Vivió mucho tiempo aquí? —preguntó ella con curiosidad.
—¿Mi abuela? —repitió él, y al ver que Aisha volvía a asentir, continuó—. Creo que todo su matrimonio con mi abuelo. Antes de eso, vivía en la casa del viñedo.
Aisha recordó aquella casa que solía mirar a la distancia cuando acompañaba a Carl al viñedo D’Arcy. Su padre siempre le decía con tono serio: Puedes mirar desde lejos, pero nunca te acerques. A los patrones no les gusta que los empleados —ni nadie— se aproximen sin su permiso.
—¿Se casó muy joven? —preguntó con un interés genuino. Había algo en la figura de la matriarca de los Russo que la intrigaba, especialmente después de leer lo que Diana había escrito sobre ella en su diario.
—A los veintiún años —respondió Leonardo tras una breve pausa—, aunque se comprometió con apenas diecisiete.
Guardó silencio al instante. Sintió que había dicho más de lo que quería.
—No quiero hablar de eso —dijo finalmente, forzando una sonrisa.
—Disculpa —respondió Aisha con voz suave.
—No tienes por qué disculparte. Simplemente no quiero hablar de la historia de mi abuela ahora —añadió, desviando la mirada—. A veces es mejor callar las cosas que duelen —susurró para sí, pero Aisha lo escuchó.
Aisha respetó su silencio. No quiso insistir. En su lugar, desvió suavemente la conversación.
—Tengo entendido que viviste un tiempo en Italia... ¿fue mucho tiempo?
—Un poco más de diez años —respondió él.
—¿Te fuiste muy joven?
—A los trece —dijo con la mirada perdida—. Después de la muerte de mi abuela.
—¿Entonces regresaste hace cuánto? ¿Cinco años? ¿Cuatro? —preguntó ella, intentando calcular.
—Regresé hace un poco más de tres años —respondió Leonardo—. Antes de eso viví un año en Francia... Hice un máster en enología e intenté terminar mi carrera en economía.
Aisha lo miró con los ojos ligeramente abiertos, sorprendida.
—Wow... —murmuró— eso es... impresionante. No sabía que habías estudiado tanto.
Leonardo sonrió apenas, con cierta timidez.
—No fue nada fácil, pero tenía el instinto de ser disciplinado.
—¿Y lo lograste? —preguntó ella, con un tono más serio.
—Por poco no lo logro, especialmente con economía —respondió él, bajando la mirada por un instante—. No es mi especialidad, pero me defiendo bastante bien —añadió con una sonrisa que mezclaba sinceridad y modestia.
—Entonces, ¿cuántos años estudiaste?
—Siete años… Desde los diecisiete hasta los veinticuatro. La enología y todo lo relacionado con los cultivos de la vid y el proceso del vino me apasiona. La economía… no tanto. Lo hice más por presión que por vocación.
—¿Presión de quién?
Su celular vibró, interrumpiendo la conversación y dejando la pregunta suspendida en el aire.
—Disculpa un momento —dijo mientras sacaba el teléfono del bolsillo y contestaba con un tono sorpresivamente cálido—. ¿Colin? ¿Y ese milagro de que me estés llamando?
Aisha no alcanzó a decir nada, pero supo de inmediato que se trataba de su hermano menor. Leonardo se puso de pie y se alejó unos pasos para hablar con él en privado.
Editado: 25.09.2025