Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

ENTRE LO QUE ARDE Y LO QUE DUELE

El baño estaba al final de un pasillo angosto, iluminado por apliques de pared de luz cálida que proyectaban sombras suaves sobre los muros color marfil. Al entrar, Aisha se encontró con un espacio que no era lujoso, pero sí cuidadosamente conservado, con ese encanto nostálgico de las casas antiguas.

El piso era de baldosas blancas con detalles en negro, ligeramente desgastadas por el tiempo, pero limpias y brillantes. Un lavabo de porcelana con patas curvas reposaba bajo un espejo ovalado enmarcado en madera oscura. La grifería, de bronce envejecido, transmitía el frío del metal y el peso de los años al tacto.

Una pequeña ventana con cortinas de lino dejaba pasar la luz de la luna, y el aire olía a lavanda y madera antigua. No había ostentación, solo una belleza discreta, como si el lugar guardara secretos en silencio.

Sobre un mueble auxiliar descansaban toallas dobladas con esmero y una jabonera de cerámica pintada a mano, como si el baño hubiera sido pensado no para impresionar, sino para hacer sentir al visitante que era bienvenido.

Después de hacer sus necesidades, Aisha se lavó las manos. Mientras se las secaba, sus ojos se encontraron con su reflejo en el espejo. Pensó en todo lo que había ocurrido esa noche: el Leonardo que compartió con ella la cena, el que la invitó a recorrer el jardín bajo la brisa nocturna, el que le regaló una rosa recién cortada de un rosal. Ese hombre, que la miraba con una mezcla de intensidad y ternura, que lograba provocarle nervios con una sola palabra o un simple gesto, no tenía nada que ver con el Leonardo que Enzo le había descrito, ni con el que ella había imaginado tras su reencuentro en la mansión Russo.

El hombre del viñedo, ese que hablaba de vinos con respeto, pasión y conocimiento, el mismo que ahora la esperaba en el salón de aquella imponente mansión, parecía contradecir no solo todo lo que le habían advertido sobre él, sino también lo que ella misma había llegado a ver y sentir en sus primeros encuentros. Pero no podía bajar la guardia. Sabía que los rostros más amables a veces ocultaban intenciones oscuras, y que detrás de una voz suave o de una mirada aparentemente sincera podía esconderse un propósito más calculado. Tal vez todo era una fachada, un personaje cuidadosamente construido para hacerla sentir cómoda, para lograr que bajara las defensas y, en el momento menos pensado, hacerla hablar más de la cuenta. Decir más de lo que debía. Confesar verdades que aún no estaba preparada para entregar. No podía olvidar que estaba allí por una razón, y que en esta historia nadie era completamente inocente, ni siquiera él. Aunque hubiese sido solo un niño cuando todo ocurrió.

Leonardo apenas tendría cuatro o cinco años cuando Diana murió. Culparlo sería una crueldad, una injusticia absurda… y sin embargo, no podía confiarse. No por lo que pasó entonces —cuando él no tuvo ninguna responsabilidad—, sino por lo que ocurría ahora. Por el hombre que él era en el presente. Un hombre que podía seducirla con una mirada, con una palabra amable, con una rosa cortada en el jardín. Un hombre capaz de hacerla bajar la guardia y perder el enfoque. Y ella no podía permitírselo. No todavía, aunque lo deseara más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Porque sí… le gustaba Leonardo.
Y mucho.

Al salir del baño, inspiró profundamente. Antes de cerrar la puerta, miró una vez más el interior, como si intentara conservar algo de la calma silenciosa que allí había encontrado.

Cuando regresó, Leonardo estaba sosteniendo una copa de licor claro, de tonos ámbar suaves, con una rodaja fina de naranja flotando en la superficie. Al verla, le ofreció otra copa idéntica.

—Es limoncello con un toque de flor de saúco —dijo con una sonrisa tranquila—. Dulce, ligero… ideal para cerrar el día sin perder el equilibrio.

Aisha tomó la copa entre sus dedos, sintiendo el frescor del cristal y el delicado aroma cítrico que se elevaba con el calor del ambiente. Dio un pequeño sorbo y el dulzor sedoso del licor le acarició el paladar, dejando un rastro sutil de frescura en la lengua.

—No está mal —admitió, bajando la copa con una sonrisa casi tímida—. Me sorprende que no hayas optado por vino.

—El vino es para conversaciones largas. Esto... —levantó su copa ligeramente—... es para cuando las palabras empiezan a sobrar.

Aisha lo miró, intentando descifrar si sus palabras escondían una intención más profunda o si simplemente estaba siendo amable. Pero algo en sus ojos —serenos, sinceros— le dificultaba mantener las defensas en alto.

Ella no respondió de inmediato. Se limitó a observarlo mientras giraba la copa entre los dedos, dejando que el líquido dorado formara espirales contra el cristal.

Leonardo no parecía apurado. Se recostó apenas sobre el respaldo del sofá, con las piernas cruzadas y una expresión calmada, casi contemplativa. La luz tenue del salón se reflejaba en su piel como si la penumbra lo hubiera adoptado con naturalidad.

—¿Siempre sabes qué decir para hacer que todo parezca menos complicado? —preguntó Aisha al fin, sin mirarlo directamente.

—No siempre. Pero aprendí que las palabras pueden ser como el vino: si se sirven en el momento equivocado, pueden arruinarlo todo.

Ella asintió levemente, sin soltar la copa. Luego lo miró, y durante un instante sus ojos se encontraron. No había exigencias en la mirada de él, ni urgencia. Solo esa paciencia inesperada que comenzaba a desarmarla poco a poco.

—¿Y si no quiero hablar más esta noche? —dijo, más para probarlo que para afirmarlo del todo.

Leonardo sonrió con suavidad, sin sorpresa.

—Entonces bebamos en silencio —respondió, y alzó su copa a modo de brindis.

Ella hizo lo mismo. El leve tintinear del cristal fue como un susurro en medio del aire denso que los rodeaba.

Y así, sin necesidad de más palabras, se quedaron allí, bebiendo despacio, como si lo que compartían no necesitara ser definido… todavía.




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