La habitación era sencilla, pero acogedora, con una elegancia sobria que recordaba a las casas rurales italianas, esas que ella solo había visto por internet. Las paredes, pintadas en un tono crema envejecido, acogían una pintura al óleo de un campo de viñedos al atardecer. El suelo de madera oscura crujía apenas bajo sus pies descalzos, y una alfombra tejida a mano, en tonos terracota y dorado, añadía calidez al ambiente.
Una gran cama de hierro forjado, con cabecera ornamentada, dominaba el espacio. Estaba vestida con sábanas blancas impecables, una manta liviana de lino beige y dos cojines bordados con motivos florales antiguos. Sobre el edredón, cuidadosamente dispuesto, descansaba un camisón de satén color marfil, con encaje fino en el escote y los tirantes delgados, apenas arrugados, como si alguien lo hubiera dejado allí con intención.
Aisha se detuvo un momento, contemplando la prenda. No era vulgar ni provocativa, pero poseía una sensualidad discreta que la hizo sonrojar. El tejido, suave como un susurro, parecía invitarla a deslizarlo sobre la piel y a abandonarse a una noche tranquila… o tal vez no tanto.
Por un instante, la duda la atravesó: ¿alguna otra mujer que hubiese estado con Leonardo la habría usado antes? Pero la prenda parecía nueva, como si hubiese sido comprada recientemente, tal vez con una intención silenciosa.
No quiso pensar más en el camisón. Además, Leonardo no parecía de esos hombres que hicieran que sus prometidas —o su esposa— usaran algo que había pertenecido a una amante anterior. Eso quiso creer… más para sí misma que por convicción.
En una de las esquinas del dormitorio, un pequeño escritorio de madera, con una lámpara de cerámica azul y blanca, ofrecía un rincón íntimo para escribir o pensar. Las cortinas de lino, del mismo tono que las del baño que había visitado antes, estaban entreabiertas, dejando filtrar la luz plateada de la luna.
Todo en esa habitación parecía pensado para hacerla sentir bienvenida... y vulnerable.
Aisha se quitó el vestido lentamente, dejándolo caer a sus pies como una piel que ya no le pertenecía. Luego se deshizo de la ropa interior y caminó desnuda hacia el baño. Necesitaba quitarse el maquillaje... y liberar una tensión que Leonardo le había provocado, una que hacía mucho no sentía.
Después de satisfacer esa necesidad íntima, se aseó con calma. Se miró unos segundos al espejo, como si buscara encontrarse a sí misma en ese reflejo. Luego volvió a la habitación. Se puso el camisón con suavidad, se deslizó bajo las sábanas y, por fin, se acostó.
El silencio era casi absoluto, roto apenas por el leve susurro del viento colándose entre las cortinas. Yacía boca arriba, envuelta en la suavidad del satén y el tenue perfume a lavanda que impregnaba las sábanas. Sus ojos recorrían el techo, aunque no lo veían realmente. Su mente estaba lejos, atrapada en los momentos recientes.
Todo había cambiado tan rápido. Desde su llegada a ese lugar hasta la mirada de Leonardo, cargada de algo que no supo —o no quiso—nombrar. Había en él una mezcla de fuerza contenida y ternura inesperada, una especie de tormenta en calma que la había dejado sin defensas.
La supuesta broma de Leonardo —esa insinuación descarada de que quería romper las reglas para pasar la noche con ella, y no precisamente para dormir— seguía repitiéndose en su mente como un eco obstinado. Había deseo contenido, demasiadas ganas reprimidas. Quiso que la besara, que cruzara esa línea por los dos. Y lo deseó con una intensidad que le resultaba tan incómoda como irresistible.
¿Cómo era posible que hace apenas unos días lo hubiera considerado frío, cruel, casi inhumano... y ahora anhelara estar entre sus brazos? Era absurdo. Inquietante. Y sin embargo, completamente real. Porque lo sentía. Porque lo deseaba.
Se llevó una mano al pecho, como si intentara contener el leve temblor que aún vibraba bajo su piel, el residuo de esa tensión que había liberado en el baño. Pero sabía que no era solo deseo. No se trataba únicamente del cuerpo respondiendo al roce de una mirada o al tono bajo de una voz. Era algo más profundo. Más inquietante.
Era sentirse vista, sí. Deseada, sin duda. Pero también… protegida. Cuidada, en un sentido que iba más allá de lo físico, aunque él no hubiera pronunciado una sola palabra explícita al respecto. Había en sus silencios algo que la envolvía, algo que sus gestos no terminaban de esconder.
Y eso era lo que más la descolocaba. Porque Aisha no era una mujer ingenua. Sabía reconocer el deseo, y estaba acostumbrada a rechazarlo con la misma rapidez con la que lo identificaba. Pero lo que sentía por Leonardo —lo que él despertaba en ella— tenía matices que nunca antes había experimentado. Era como si detrás de esa fachada de dureza hubiera un abismo lleno de historias no contadas, de heridas que ella aún no comprendía del todo… y que, sin saber por qué, quería comprender.
—¿Qué me está pasando? —murmuró al techo, medio en broma, medio en serio.
Giró sobre un costado y hundió el rostro en la almohada, intentando sofocar una sonrisa que pugnaba por nacer. Pero fue inútil. Una risa muda, casi infantil, le subió por la garganta mientras presionaba la tela con ambas manos, como si pudiera esconderle al universo lo que sentía. Como si, al hacerlo, pudiera esconderse de sí misma.
No era el momento para enamorarse. No había venido allí para eso.
Y sin embargo… la forma en que él la había mirado esa noche —con una intensidad tranquila, como si ya conociera partes de ella que ni siquiera ella había terminado de explorar— le revolvía el estómago y le aceleraba el corazón.
Suspiró largo, rendida ante el vaivén de emociones que la desbordaban, y dejó caer la almohada a un lado. Su sonrisa persistía, terca, casi boba. Un destello de ternura en medio del desconcierto.
—Estás perdida, Davis —murmuró en voz baja, y cerró los ojos.
¿Por qué había cambiado tanto desde aquella primera vez que se reencontraron?
Editado: 05.08.2025