Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

UNA LÍNEA SIN RETORNO

—¿Leonardo? —preguntó sin mirarlo directamente—. ¿Me dirás tus motivos para casarte conmigo?

Él se quedó inmóvil unos segundos, con la mano aún sobre la taza de café. La tensión recorrió sus hombros como una corriente apenas contenida. No la miró.

—¿Deseas algo más? —preguntó con una voz suave, forzadamente casual—. Acabo de darme cuenta de que no te ofrecí nada para el café.

—Así está bien. —Aisha no apartó los ojos de él—. Mi padre dice que el café se toma como la verdad: sin adornos.

Leonardo esbozó una sonrisa casi imperceptible. Una línea tensa se dibujó en su rostro mientras le acercaba la taza con una delicadeza medida, sin atreverse a buscar su mirada.

—El desayuno está más variado que de costumbre. Melissa trajo pan recién horneado… y mermelada de mora. La que tanto le gustaba a Helena.

—¿Hace cuánto que Melissa trabaja en esta mansión?

—Treinta y cinco años. Llegó cuando tenía dieciocho, después de que sus padres murieron.

—¿Alguien más trabaja aquí? Solo he visto a Melissa.

—Melissa y Mark, el chofer que envié a buscarte. Él se encarga del jardín y de los trabajos que Melissa no puede hacer.

—¿Solo ellos dos?

Leonardo asintió.

—No necesito a nadie más.

Una mansión grande, silenciosa, tan distinta del bullicio de los Russo… y solo dos empleados.

—Ya que no quieres responder mi pregunta sobre por qué aceptaste casarte conmigo, al menos dime por qué Enzo da tan malas referencias sobre ti.

—Eso pregúntaselo a él —respondió Leonardo, llevándose la taza a los labios.

—Estás cerrado esta mañana. Me pregunto si pasaste una buena noche.

—Eso depende de lo que tú llames una buena noche.

Aisha bajó la mirada por un instante. El recuerdo la sorprendió: el vapor del baño, su piel temblando, y la imagen de él ocupando sus pensamientos. Sus mejillas se encendieron.

Leonardo la observó con un destello divertido en los ojos.

—¿En qué estás pensando?

—No es de tu incumbencia —respondió ella, llevándose la taza a los labios.

—¿Estás segura? Presiento que hay algo que no quieres decirme —dijo él, con la mirada fija en ella.

Aisha sintió cómo el calor se apoderaba de sus mejillas. Intentó disimular, pero sus ojos la traicionaron.

Leonardo soltó una sonrisa pícara, ladeando un poco la cabeza.

—Me pregunto si en esos pensamientos estoy yo… y de qué forma.

—¿Qué harías si estuvieras en mis pensamientos? —replicó Aisha, en un tono que pretendía ser desafiante, aunque apenas lograba disimular el temblor en su voz.

—Me sentiría honrado —respondió él con una calma que la desarmó.

Ella lo miró sorprendida. ¿Hablaba en serio o simplemente jugaba con ella? No supo qué decir. Ni quiso. Había una línea demasiado delgada entre la provocación y el peligro.

Ambos continuaron el desayuno en silencio. Ninguno se atrevió a romperlo, pero, aunque no lo admitieran, disfrutaban de la presencia del otro. El silencio, lejos de ser incómodo, tenía algo casi íntimo. Cálido. Como una tregua no pactada.

Al terminar, Leonardo se puso de pie y le tendió la mano con gesto pausado.

—Quiero darte un recorrido por la mansión.

—De acuerdo —respondió Aisha, posando su mano sobre la de él.

Apenas lo hizo, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo. No supo si fue por el contacto con él… o si su mente le estaba jugando una ilusión. No quiso pensarlo demasiado y se dejó llevar mientras comenzaban a recorrer la mansión D'Arcy.

La casa se alzaba como un testigo silencioso del pasado: sencilla, pero imponente. Construida en piedra clara, con tejas envejecidas por los años y ventanas arqueadas que dejaban entrar la luz con una suavidad casi sagrada. No había lujos excesivos ni ornamentos innecesarios. Todo tenía el aire sobrio y contenido de las casas de campo italianas, donde cada objeto parecía haber sido elegido no por su valor, sino por su historia.

El suelo de terracota crujía bajo sus pasos, como si cada baldosa guardara un recuerdo. Las paredes, pintadas en tonos cálidos —marfil, ocre, terracota— estaban adornadas con cuadros antiguos y fotografías en blanco y negro que parecían observarlos en silencio.

Se respiraba una paz antigua. Una calma que no era del presente, sino de algo que existió antes… y que ahora se resistía a desaparecer.

Pasaron por una sala con techos de vigas expuestas, muebles de madera oscura y estanterías llenas de libros que olían a tiempo. Una chimenea de piedra, apagada, guardaba cenizas como si esperara la tarde todavía en invierno. Encima, una imagen de la Virgen y una pequeña cruz completaban el ambiente.

—Mi abuela decía que las casas deben hablar de quienes las habitan —comentó Leonardo—. Por eso nunca quiso redecorar con modas pasajeras.

Aisha asintió en silencio, recorriendo con la mirada los jarrones de cerámica, los candelabros de hierro, los marcos sencillos.

Llegaron a un pasillo largo con puertas a ambos lados y un ventanal al fondo que daba al jardín interior. Las bugambilias trepaban por los muros exteriores, y el olor a romero llegaba desde una maceta cercana.

—¿Te gusta? —preguntó él.

—Sí. Es diferente a todo lo que conozco… pero se siente viva.

Leonardo sonrió con suavidad.

—Esa es la idea, ¿quieres ver la cocina?— Aisha asintió.

Leonardo la condujo por un corredor más estrecho hasta una puerta de madera clara con herrajes de hierro forjado. Al abrirla, Aisha se encontró con una cocina que, a diferencia del resto de la casa, parecía haber sido renovada recientemente.

Los electrodomésticos de acero inoxidable contrastaban con las paredes de ladrillo visto y los estantes de madera envejecida. Una gran isla de mármol ocupaba el centro del espacio, rodeada de taburetes de hierro forjado. Sobre ella colgaban lámparas de cerámica pintadas a mano, que arrojaban una luz cálida y suave.

—Este es el único lugar que modernicé después de regresar —explicó Leonardo, con una sonrisa ligera—. Pero no quise perder su esencia.




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