La oficina a la que Leonardo la condujo se encontraba al final de un pasillo con ventanales altos que dejaban pasar la luz de la mañana. Al cruzar el umbral, Aisha se detuvo un momento, sorprendida por la atmósfera del lugar.
Era una estancia espaciosa, de techos altos y vigas de madera oscura a la vista. Las paredes estaban revestidas con estanterías de roble antiguo repletas de libros encuadernados en cuero, muchos de ellos con títulos en italiano y latín. En el centro, un escritorio imponente, tallado a mano, se alzaba como el corazón del lugar. Encima reposaban plumas estilográficas, una lámpara de bronce con pantalla verde y varios documentos ordenados con precisión casi obsesiva.
Las cortinas pesadas, de un tono burdeos envejecido, daban sombra a las grandes ventanas arqueadas que miraban al jardín trasero. En una esquina, había una vitrina con botellas antiguas de vino, una pequeña colección privada que probablemente perteneció a Enzo o incluso a Helena.
El aire olía a papel antiguo, cuero y una pizca de tabaco seco. Cada detalle hablaba de otra época, de poder y legado, pero también de secretos guardados con celo.
Un sillón de terciopelo azul oscuro frente al escritorio invitaba a sentarse, aunque Aisha sintió que en ese lugar cada movimiento debía hacerse con cautela, como si las paredes pudieran oír.
Junto a la pared, un sofá antiguo, tapizado en terciopelo azul oscuro, lo suficientemente grande como para que un hombre alto pudiera dormir. Aisha lo miró con atención, sin preguntar, pero adivinando. Seguramente era ahí donde Leonardo solía pasar algunas de sus noches, cuando el sueño lo alcanzaba antes de llegar a su habitación... o cuando simplemente no quería llegar.
Había en ese sofá la huella invisible de muchas madrugadas en silencio, de insomnios persistentes, de pensamientos demasiado pesados para ser compartidos con las sábanas de una cama vacía.
Era un rincón que no hablaba, pero confesaba.
Leonardo se movía con precisión entre los muebles de la oficina, como si aquel espacio le perteneciera no solo por derecho, sino por naturaleza. Su expresión había cambiado por completo: era el hombre que Aisha había visto al llegar a la mansión Russo, serio, contenido, hermético, frío, incluso cruel.
Se colocó tras el escritorio sin ofrecerle siquiera una mirada. Comenzó a organizar unos documentos con manos firmes, el rostro endurecido, casi indiferente.
Había cambiado por completo su expresión. Ya no era el hombre seductor y encantador que apenas unos minutos antes se había mostrado en su dormitorio. Ahora, su semblante era tan serio que a Aisha le recorrió un escalofrío.
—Puedes sentarte —dijo sin alzar la vista, mientras colocaba un portafolio de cuero frente a ella.
—Te has vuelto frío y distante… Al parecer cambias de personalidad como quien se cambia de calcetines —murmuró ella, con una mezcla de ironía y desilusión.
Él no respondió. No sonrió. Simplemente continuó como si estuviera a punto de negociar un contrato importante con una desconocida.
Aisha lo observó en silencio, aunque algo en su interior se contrajo. La calidez que había asomado entre ellos, la complicidad sutil, incluso la breve vulnerabilidad que creyó ver… todo se había desvanecido. En su lugar, Leonardo parecía una figura de mármol. Inaccesible.
—Estos son los acuerdos previos al matrimonio. No es un contrato convencional, pero sí necesario —explicó con voz baja y plana, como si le hablara a una extraña.
—¿Qué tipo de acuerdos? —preguntó ella, intentando mantener la compostura.
—Sobre convivencia, herencias, y privacidad. Es lo que se espera en un matrimonio como el nuestro —respondió él sin emoción, girando una hoja para mostrarle dónde debía firmar.
Aisha lo miró con atención, buscando en su rostro algún indicio de humanidad, alguna grieta, pero lo único que encontró fue frialdad. Su mirada estaba enfocada en los papeles, no en ella. Ni una sola vez la había llamado por su nombre desde que bajaron.
—Estás actuando como si no hubiéramos compartido nada anoche o esta mañana —dijo al fin, su voz quebrándose apenas.
Leonardo alzó los ojos, y por un segundo pareció titubear, pero enseguida volvió a su tono distante.
—Nada ha cambiado, Aisha. Este matrimonio no es por amor.
—Lo sé. Pero tú no eres de piedra —susurró.
Él no respondió. Solo se inclinó de nuevo sobre el escritorio y deslizó una pluma en su dirección.
—Firma donde está marcado.
El silencio que siguió fue más ruidoso que cualquier discusión.
¿Siempre iba a ser así? Un momento intentaba seducirla, y al siguiente actuaba con una frialdad casi calculada, como si nada hubiera pasado. Aisha sintió una punzada de frustración ante esos cambios repentinos. Soltó un suspiro resignado y habló con voz contenida:
—Explícame qué son estos papeles.
—Pólizas de seguro. Seguro médico...
—Está bien —lo interrumpió, tomando una de las hojas—. Los firmaré.
—No quiero que nada quede al azar —respondió él, y por primera vez en minutos, su voz perdió la rigidez. Sonó más humana, más cercana—. Pero también quiero que sepas que esto no es solo un acuerdo legal… es un acto de fe.
Entonces colocó otra carpeta frente a Aisha. Su mirada era seria, pero no hostil.
Aisha estaba dispuesta a firmar lo que fuera, si con eso lograba que él se sintiera en paz. No quería que Leonardo pensara que ella estaba detrás de su fortuna. Seguramente, ya lo había hecho.
—Y esto… —dijo él, empujando otro documento hacia ella— es un acuerdo prenupcial. Puedes leerlo, si lo deseas.
Ella sostuvo su mirada. Y por primera vez, no supo si temía más al papel… o al hombre que tenía delante.
Tomó la pluma entre los dedos, pero no firmó. La sostuvo en el aire unos segundos, indecisa. Luego bajó la vista al documento y comenzó a leer. No con prisa, sino con calma. Con atención. Como si entre líneas pudiera esconderse algo crucial, algo que no debía pasar por alto.
Editado: 01.08.2025