—Lucas tenía sospechas de que yo podría ser la hija bastarda de Luigi — repitió ella, con una calma que no sentía—. También aseguró que Lucas creía que, si no era hija de Luigi Russo, entonces lo era de Enzo. Pero no es cierto.
Leonardo se levantó del sillón, caminó unos pasos y se detuvo de espaldas a ella. Pasó una mano por su rostro, intentando contener algo que aún no terminaba de asomar: rabia, miedo… o tal vez dolor.
—¿Por qué pensaba algo así?
—Porque, al parecer, mi madre era cercana a Luigi.
No quiso mencionar que Diana fue amante de Enzo.
—Luigi… —murmuró—. Siempre fue la vergüenza de la familia para mi abuelo. Un hombre brillante, pero fuera del control familiar. Y desapareció de nuestras vidas como si nunca hubiera existido…
La voz de Leonardo tenía una grieta de dolor.
Aisha se levantó también, más serena de lo que esperaba.
Él se giró bruscamente. Sus ojos se clavaron en los de ella, como si intentara leer en su rostro alguna verdad que negara lo que acababa de escuchar.
—A menos que Luigi haya aparecido dos años después de su extraña desaparición... tal vez podría considerar que Enzo o Lucas decían la verdad —dijo Leonardo, con la voz teñida de rabia y tristeza—. Pero él desapareció en 1997. Y, hasta donde me dijiste anoche, tú naciste en 1999... ¿O no?
Aisha sintió cómo un nudo se le formaba en la garganta. Recordó que la noche anterior, en medio de una conversación trivial que habían compartido, le había dicho que hacía poco había cumplido veintitrés años.
—Nací el 28 de febrero de 1999 —respondió, con voz serena, aunque su corazón latía con fuerza.
Leonardo la observó por un momento, como si intentara resolver un enigma que lo atormentaba desde hacía años.
—Entonces… ¿por qué Enzo o Lucas pensarían que tú podrías ser hija de Luigi?
— Mi madre y tu tío trabajaron juntos. Entre ellos nació una amistad verdadera... Eran amigos —dijo Aisha, conteniendo la emoción—. Lo que pensaban los demás fueron solo los delirios de un viejo obsesionado con la sangre y el poder.
Leonardo asintió lentamente, pero su mirada estaba distante, perdida en alguna parte.
—¿Y con respecto a Enzo? —preguntó Leonardo, con un tono más brusco, como si cada palabra le costara contener la amargura—. ¿También puedes asegurar que era amigo de tu madre?
—No lo eran. Y si estás pensando que soy hija de Enzo… no lo soy —respondió Aisha con firmeza.
—¿Cómo puedes asegurarlo?
—Se lo pregunté a mi padre. Me aseguró que mi madre fue fiel durante su relación. Y le creo.
Omitió decirle que Diana había escrito un diario, y que ella había leído algunas páginas. Pero aquel cuaderno era demasiado íntimo, demasiado personal. Apenas estaba comenzando a confiar en Leonardo, y no pensaba compartir algo tan delicado, al menos no todavía.
—Entonces… ¿por qué Lucas…?
—Ya te lo dije —interrumpió Aisha, con una mezcla de fastidio y dolor—. Solo era un viejo obsesionado...
—Nefasto —terminó él por ella, con un tono áspero—. Como Vittorio. Como Enzo… Todos expertos en cambiar la narrativa, sin importar a quién puedan lastimar con sus mentiras y manipulaciones.
Aisha lo miró. Leonardo hablaba de su familia con rabia, sí… pero también con un dolor que se le desbordaba por los ojos, aunque intentara disimularlo.
¿Qué era lo que realmente estaba ocultando? ¿Tenía que ver con la desaparición de Alexandra? ¿O había algo más?
—Todo lo que Enzo me dijo fueron mentiras. Y no entiendo por qué. Iba a terminar descubriéndolo de todos modos. Me dijo que, si no me casaba contigo, lo perderías todo…
—¿Perderlo todo? ¿De verdad te dijo eso? —Leonardo parecía sinceramente confundido.
—Sí.
—Eso es imposible. Al menos legalmente. Pero él tiene sus métodos para arrebatarme lo que me dejó mi abuela, especialmente el viñedo —dijo con rabia—. Estoy seguro de que le encantaría quitarme todo. Lo que te dijo no es más que otra de sus tantas manipulaciones.
No hay forma legal de quitarme lo que ella me dejó, me case o no. Ese contrato prenupcial fue mi decisión, para protegernos a los dos.
—Entiendo, así que firmaré —dijo Aisha—. Pero solo si me prometes una cosa.
Leonardo levantó la vista de los papeles sobre el escritorio y la observó, como si analizara cada palabra, cada gesto. No dijo nada de inmediato. Se limitó a sostener su mirada con una calma inquietante.
—¿Qué cosa? —preguntó él, sin apartar la mirada.
—Que me digas la verdad —respondió Aisha con firmeza, aunque su voz bajó un tono—. No ahora, no mañana… sino cuando estés listo.
Leonardo frunció levemente el ceño, como si la petición lo descolocara. Se quedó en silencio, analizándola.
—¿Y cómo estás tan segura de que oculto algo?
—Porque te leo mejor de lo que crees —replicó Aisha, sin vacilar—. Porque tengo la impresión que mientes con la misma facilidad con la que respiras.
— Eso no es cierto — se defendió él.
—Entonces dime... ¿por qué aceptaste casarte conmigo si, como dices, no tienes nada que perder?
Leonardo la miró en silencio durante unos segundos. El reloj de la pared marcaba el paso del tiempo con un tic tac impaciente, como si la tensión se hiciera física en el aire. Finalmente, dejó el bolígrafo sobre el escritorio y se reclinó en la silla.
—De acuerdo, te lo diré… pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó Aisha. Sus brazos cruzados no ocultaban su inquietud. Seguía de pie, con los talones firmes en el suelo, como si se negara a mostrar cualquier signo de debilidad.
—Que tú también me digas tus verdaderas razones —dijo él, sin apartar los ojos de los suyos—. Por qué decidiste casarte conmigo. Quiero creer que no fue por dinero, ni poder, ni prestigio… ni siquiera por respeto.
Ella lo miró un largo rato. Por primera vez en esa oficina, su mirada dejó entrever una grieta de sinceridad. Sus hombros bajaron apenas, lo suficiente como para que la tensión se filtrara por una rendija.
Editado: 25.09.2025