Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

APRENDER A RECORDARTE

Aisha se encontraba sumida en sus pensamientos, envuelta en el silencio espeso del salón. La galería de retratos, los reflejos suaves de la luz sobre los marcos, y la presencia casi fantasmal del pasado la mantenían suspendida en un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido.

Pero aquel instante fue interrumpido por unos pasos suaves, casi imperceptibles, que se acercaban con el respeto de quien conoce el peso de los silencios.

Era Melissa, la ama de llaves, con su porte discreto y su voz siempre serena.

—Señorita Aisha —anunció con una leve sonrisa—, el almuerzo está servido.

Aisha asintió con gratitud y se incorporó lentamente, como si aún estuviera volviendo del mundo interior al que se había sumergido.

—¿Leonardo ya salió de su despacho?

—Sí, señorita. Hace apenas unos minutos.

La respuesta fue breve, pero suficiente para encender otra ráfaga de pensamientos en su interior. Lo imaginó caminando por los pasillos con ese paso firme, casi arrogante, que a veces no era más que una máscara. Una forma de sostenerse, de no mostrar las grietas.

Porque ella las veía.

Aunque él intentara esconderlo, Aisha percibía lo roto que estaba por dentro. Lo notaba en la forma en que evitaba el contacto prolongado, en cómo se replegaba cada vez que la cercanía se volvía peligrosa, en esa mirada que a veces parecía pedir auxilio… sin atreverse a pronunciar palabra.

Y sin embargo, allí seguía él. Jugando su papel, sosteniendo el peso de su apellido como una maldición grabada en los hombros.

Mientras caminaba detrás de Melissa hacia el comedor, Aisha no podía evitar preguntarse cómo sería compartir esa mesa con él después de todo lo que había sentido y hablado con él en esas últimas horas. Después de descubrir que, incluso en medio de tanto silencio y desconfianza, su corazón comenzaba a volverse vulnerable.

No sabía si Leonardo lo notaría.
No sabía si él también sentía esa tensión creciente entre ambos, ese temblor sutil bajo la piel que se enredaba con el deseo… y con el miedo.

Pero estaba dispuesta a averiguarlo.

Porque en esa casa de secretos, donde todo parecía una mentira disfrazada de elegancia, lo único que aún se sentía real…
era eso que comenzaba a nacer entre ellos.
O al menos eso quería creer. Por ese momento.

Al entrar en el comedor, lo encontró allí, de pie junto a una mesa de ocho sillas impecablemente dispuesta. La madera oscura brillaba bajo la luz dorada del mediodía, que se filtraba entre las cortinas livianas y dejaba destellos cálidos sobre la superficie pulida. El aire estaba impregnado con el aroma tentador de una pizza napolitana recién salida del horno. Junto a cada plato, una copa de vino tinto esperaba. Y más allá, dos porciones de tiramisú descansaban en vajilla de porcelana antigua, como un pequeño homenaje al pasado en medio de un presente incierto.

Leonardo la miró.
Y por primera vez en mucho tiempo, no llevaba puesta ninguna armadura emocional.
Solo un gesto sereno, casi neutral…
pero no vacío. No indiferente.

Algo en sus ojos la detuvo por un instante.
No era afecto. No era deseo.
Era otra cosa.

Una apertura silenciosa. Un espacio entre ellos donde, tal vez, podían empezar a encontrarse.

—Pensé que podríamos comer aquí hoy. Más tranquilo.

Aisha tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa. Había algo irónico en la distancia entre ellos, como si cada silla vacía representara lo que aún no podían decirse.

—Huele bien —comentó, solo para llenar el silencio.

—Es una receta de mi abuela. La pizza era lo único que lograba cocinar sin seguir una receta. Todo a ojo, como solía decir. Y Melissa ha sabido replicarla muy bien —respondió Leonardo, mientras servía dos porciones—. Me pareció apropiado.

—Nos vemos mañana, señor Leonardo. Señorita Davis, un placer conocerla.

Aisha quedó sorprendida. ¿Iba a quedarse a solas con Leonardo en esa casa?

—El placer ha sido mío —respondió, con una sonrisa educada.

—Hasta mañana, Melissa —añadió Leonardo.

Aisha lo miró, y él, una vez que la ama de llaves desapareció por el pasillo, respondió a la pregunta que ella no se atrevió a hacer.

—Irá a visitar a una amiga. No regresará hasta mañana por la tarde.

—Ah…

Leonardo se sentó y, sin mirar directamente a Aisha, murmuró:

—Come antes de que se enfríe.

Aisha probó el primer bocado. El sabor era intenso, con una masa delgada, tomate fresco y albahaca recién cortada. No dijo nada, pero una expresión de aprobación se dibujó en su rostro.

Leonardo la observó unos segundos antes de dar un sorbo a su copa de vino.

—¿Y? ¿Está bueno?

—Deliciosa. No sabía que tenías recuerdos tan… normales —dijo con una media sonrisa.

Leonardo se encogió de hombros, casi con timidez.

—A veces los más normales son los que más se atesoran.

— Tienes razón.

Siguieron comiendo en un silencio cómodo, interrumpido solo por el sonido tenue de los cubiertos y el crujido de la corteza al partirla.

Aisha fue la primera en romper el silencio, con una mirada curiosa y un tono casi juguetón.

—¿Sabes cocinar?

Leonardo alzó una ceja, sorprendido por la pregunta.

—Sí —respondió con una leve sonrisa—. No soy un chef experto, pero me defiendo bastante bien. Mi abuela María me enseñó cuando vivía en Italia… aunque, para ser sincero, lo aprendí más por necesidad que por gusto.

—¿Necesidad? —preguntó Aisha, frunciendo el ceño mientras se llevaba un trocito de pizza a la boca.

—Sí. Mi abuela decía que era esencial saber valerse por uno mismo. Y una de esas necesidades, según ella, era aprender a cocinar —respondió, encogiéndose de hombros—. Además, cuando no confías en nadie, es mejor prepararte tú mismo el almuerzo.

Aisha lo observó con atención, sin comentar nada de inmediato. Luego, con un dejo de ironía, agregó:

—¿A qué te refieres con eso de no confiar en nadie y cocinar tú mismo?




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