Leonardo conducía su Audi con firmeza, los dedos relajados sobre el volante, la mirada fija en la carretera que se extendía rumbo a Charlottesville. El sol comenzaba a descender, tiñendo de tonos dorados los campos y árboles a ambos lados del camino.
Aisha lo observaba en silencio, el perfil de él recortado contra la luz cálida de la tarde. Había algo en su manera de conducir —serena, casi elegante— que la invitaba a contemplarlo con detenimiento: la línea de su mandíbula, la expresión concentrada, la forma en que el cabello se despeinaba apenas con el viento que entraba por la ventana entreabierta.
Era hermoso. De una belleza intensa, grave, que no se desgastaba con el tiempo. Y, sin embargo, no era eso lo que más la desconcertaba, sino la forma en que comenzaba a reconocerlo incluso en sus silencios.
Pronto será mi esposo, pensó. Aunque sea solo por un acuerdo.
Y esa idea, tan absurda como inevitable, le dejó un nudo sutil en la garganta. Porque, aunque lo supiera desde el principio, había algo en ese trayecto que hacía que todo pareciera más real.
Durante la estancia en la mansión habían habido confesiones amargas, heridas antiguas y revelaciones que sacudieron sus certezas. Pero también había quedado suspendida en el aire una posibilidad: la de ellos. Una relación aún sin nombre, marcada por miradas que decían más que cualquier frase ensayada, por silencios que no eran indiferencia, sino expectación contenida.
Él había sido claro: no la forzaría a nada. Lo decía el contrato, lo decía su tono, lo decía su forma de mirarla como si supiera que había algo en ella que podía cambiarlo todo. Pero también había deslizado aquella frase, cargada de una certeza peligrosa: que tarde o temprano cruzarían una línea sin retorno. Y si Aisha era honesta consigo misma… era una línea que deseaba cruzar más temprano que tarde.
Aún era muy pronto para hablar de amor. Las heridas estaban demasiado frescas, el pasado demasiado presente. Pero había algo más primitivo, algo urgente y real que los unía: el deseo. Lo sentía en cada roce de sus miradas, en cada pausa prolongada al hablar, en cómo él bajaba la voz cuando se dirigía a ella. Y estaba segura de que él también lo sentía.
Iban en el auto, de regreso, y el silencio que los envolvía era más cómodo que incómodo. Un silencio cargado de posibilidades. La carretera serpenteaba entre campos que el sol teñía de oro, y por un instante Aisha se permitió simplemente respirar. Existir.
—¿Quieres que ponga música? —preguntó él de pronto, rompiendo el suave hilo de pensamiento que la envolvía.
—No —dijo ella, aún sin mirarlo—. Quiero disfrutar del silencio.
Leonardo desvió apenas la mirada de la carretera. Curvó los labios en una media sonrisa que no llegó del todo a sus ojos, pero que tenía ese toque encantadoramente burlón que a veces le escapaba sin querer.
—Pensaba dedicarte una canción —replicó con fingido desdén.
Aisha giró la cabeza hacia él, arqueando una ceja con fingido interés, pero no pudo evitar la leve sonrisa que comenzaba a dibujársele en los labios.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
Leonardo hizo una pausa dramática, como si estuviera eligiendo entre una lista cuidadosamente curada de opciones. Sus dedos tamborilearon brevemente sobre el volante, luego se volvió hacia ella con una expresión irónica y dijo:
—Highway to Hell.
Aisha soltó una carcajada rápida, espontánea y genuina, una de esas risas que salen del fondo del pecho y que no pueden fingirse. Su sonido llenó el coche, como si de pronto algo dentro de ella se aflojara.
—Muy apropiado —dijo, aún sonriendo—. Aunque sospecho que tú eres más fuego que carretera.
—¿Y tú qué eres? —preguntó él, sin apartar la vista del camino, pero con un dejo de provocación en la voz—. ¿Gasolina o agua?
—Depende del día —respondió ella, bajando la mirada con una sonrisa enigmática—. Pero contigo… creo que soy dinamita.
Leonardo soltó una risa ronca, breve, que quedó flotando en el aire. Y entonces, por un momento, no fueron ni Russo ni Davis, ni víctimas ni herederos de secretos familiares. Por un instante, solo fueron dos personas al borde de algo nuevo. Algo que, tal vez, ni siquiera el pasado podría destruir.
—Muy apropiado para un matrimonio arreglado —comentó con sarcasmo.
—Lo pensé por el camino, no por ti —respondió divertido, aunque sus ojos brillaban con algo más profundo.
Ella volvió a mirarlo, sin decir nada, pero con una sonrisa aún dibujada en los labios.
El silencio volvió, cómodo otra vez. Pero ahora, compartido.
—¿En serio no quieres escuchar nada? —dijo él después de algunos minutos, sin apartar la vista de la carretera.
—Un chiste. ¿Sabes contar alguno?
—Soy horrible contando chistes —respondió con fingida solemnidad—. Pídeme otra cosa.
—¿Puedes recitar una poesía?
—¡No! —soltó rápido, casi con alarma.
Aisha lo miró divertida, con esa mezcla de burla y ternura que solo ella sabía conjugar. Él mantenía la vista al frente, concentrado, pero había algo en su perfil —en la curva apenas marcada de sus labios, en el leve fruncir de su ceño— que la hipnotizaba.
Su corazón, sin que pudiera evitarlo, empezó a latir más rápido.
—¿Cantarme? —preguntó ella con tono juguetón.
—Depende… —dijo, conteniendo una sonrisa—. Puedo fingir que canto como Andrea Bocelli, pero te aseguro que saldría como el aullido de un perro bajo la lluvia.
Aisha soltó una risa suave, que pareció envolver el coche en una calidez inesperada.
—Podríamos grabarlo y venderlo como un disco de terror —bromeó ella, girando el rostro hacia la ventana, intentando ocultar la risa que se le escapaba.
Leonardo soltó una carcajada baja, más genuina de lo que hubiera querido mostrar. Le pasaba algo extraño cuando estaba con Aisha: no necesitaba esforzarse por ser encantador, simplemente lo era… sin proponérselo.
—¿Sabes? —añadió después de unos segundos—. Me gustas más cuando te ríes que cuando estás a la defensiva.
Editado: 08.08.2025