Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

CENIZAS DEL PASADO

Leonardo conducía de regreso a Richmond, y mientras lo hacía, no podía ignorar la sensación de que algo había cambiado entre él y Aisha. Como si aquella tensión inicial, ese rechazo silencioso que los había rodeado desde el principio, se hubiera disuelto sin aviso. Ya no la miraba de la misma manera. Claro que desde el primer instante en que la vió había notado su belleza, era imposible no hacerlo… pero lo que empezaba a sentir iba más allá. Había algo más. Algo que no sabía nombrar todavía, pero que lo inquietaba, que lo arrastraba hacia ella con una fuerza sutil y profunda. Como si Aisha empezara a ocupar un espacio en su interior que hasta entonces había estado vacío sin que él lo supiera.

El sonido del celular lo arrancó bruscamente de sus pensamientos. Por una fracción de segundo, algo en él se encendió, como una brasa avivada por el viento, al imaginar que tal vez era Aisha quien lo llamaba. Pero tan rápido como llegó esa idea, se desvaneció. Ella no tenía su número. Tomó el móvil, y una extraña sensación de decepción lo invadió al ver el nombre en la pantalla: no era Aisha Davis… era Mía Walker. Justo en ese preciso momento.

—Hola, Mía. ¿Qué sucede? —respondió con cortesía, aunque su voz sonó un poco más distante de lo que pretendía.

—Hola, Leo… —dijo ella con una suavidad cargada de intención—. Solo llamaba para saber cómo estabas. Quiero decir, no he sabido nada de ti desde que saliste de mi casa. Ni siquiera te he visto por los invernaderos, así que… me preocupé. ¿Estás bien?

Leonardo se sorprendió por el tono amable y casi dulce de Mía. La última vez que la había visto, estaba furiosa y visiblemente dolida. Y con justa razón. Aún así, no se había quedado para consolarla. En el fondo, sabía que cualquier gesto de afecto habría sido una crueldad disfrazada de compasión. Ya no podía darle esperanzas, no cuando su compromiso con Aisha era inminente, aunque nadie supiera todavía cuánto empezaba a significar ella para él.

—Agradezco tu preocupación, Mía. Estoy bien… —dijo con una calma medida, haciendo una pausa—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—Estoy bien... solo que... —Mía dudó, su voz bajó un tono, como si estuviera confesando un secreto—. Te extraño.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.
—Por favor, no digas nada. Solo... escucha.

Leonardo no respondió. Apoyó el codo en la ventanilla y desvió la mirada hacia el paisaje que pasaba fugaz por la carretera. Sabía que cualquier palabra que dijera en ese momento podía ser interpretada como una puerta entreabierta. Y no quería mentir. Ni a ella… ni a sí mismo.

—Extraño no despertar contigo. Extraño la forma en que me hacías el amor. Extraño tus besos, tus caricias... —continuó Mía, con la voz cargada de una melancolía que calaba—. Extraño tu presencia. Y no solo en mi casa o en mi cama... extraño esas largas conversaciones en el invernadero, cuando hablábamos de injertos, de la calidad de la uva, de los fertilizantes orgánicos, de los nuevos vinos que queríamos probar… ¿No extrañas nada de eso, Leo?

Leonardo cerró los ojos un instante, apretando ligeramente el volante entre las manos. Todo lo que Mía decía había sido real. Había formado parte de su cotidianidad, de una intimidad compartida que fue serena, casi cálida. Pero esa vida parecía tan lejana como si le perteneciera a otro hombre. Uno que ya no existía. Uno que tal vez estaba empezando a nacer de nuevo junto a Aisha.

—Yo también extraño hablar contigo en los invernaderos —respondió al fin, con voz grave y medida—. Pero no me parece correcto. Me voy a casar pronto, Mía.

El silencio que siguió fue diferente. Más denso. Como si del otro lado alguien hubiera soltado el aire lentamente, resignándose a una verdad que ya conocía, pero no quería oír.

—Lo sé —respondió Mía con voz suave, casi resignada—. Así como también sé que no te casas por amor.

Hubo una breve pausa antes de que continuara, midiendo sus palabras.

—Solo quería saber si te gustaría venir a cenar esta noche… No sé, tal vez recordar viejos tiempos. ¿No te gustaría?

Leonardo apretó la mandíbula. Por un instante, su mente lo traicionó y evocó las cenas compartidas, las copas de vino entre risas y confidencias, la manera en que Mía lo miraba como si fuera el único hombre sobre la tierra. Pero no tardó en volver al presente.

—Mía —dijo con calma, pero con una firmeza que no dejaba espacio a interpretaciones—, eres una mujer increíble. Cualquier hombre estaría más que feliz de cenar contigo.

Hizo una pausa breve, luego remató sin titubeos:

—Pero no es correcto. Estoy comprometido y no haré nada indebido.

Del otro lado de la línea, solo se escuchó su respiración contenida. Tal vez una sonrisa amarga. O tal vez el sonido sutil de una ilusión desvaneciéndose.

—Solo es una cena, Leo… no te estoy pidiendo que te acuestes conmigo —dijo Mía, con un tono herido que intentaba disimular sin éxito—. Además, me lo debes. Por cómo terminaron las cosas entre nosotros.

Leonardo apretó el puente de su nariz, frustrado, intentando mantener la compostura.

—No, Mía. Esto no está bien. Soy un hombre comprometido, y no me parece correcto ir a cenar a la casa de una ex, por muy inocente que suene.

Del otro lado de la línea se hizo un silencio denso, hasta que una risa amarga rompió la tensión.

—¿Así? —murmuró con sarcasmo—. Si eres tan recto, tan honorable… ¿por qué no fuiste así con… cómo se llamaba? ¿Samantha?

La mención del nombre le golpeó el estómago como una piedra. Leonardo cerró los ojos un instante, conteniendo la respuesta impulsiva que le quemaba la lengua. No era el momento. No con ella. No así.

—Eso fue un golpe bajo, Mía —respondió Leonardo con voz grave, sin rabia, pero con una punzada de decepción.

—Lo sé… lo siento —dijo ella tras una breve pausa—. No quise hacerte sentir mal, pero no me parece justo que le des más respeto a una prometida impuesta que a una mujer que elegiste.




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