El estómago de Aisha se tensó. Ese nombre no aparecía en los registros oficiales de la familia Russo, pero algo en la forma en que lo mencionaban —entre líneas de alianzas, traiciones y herencias secretas — hizo que su pulso se acelerara.
Abrió otro artículo enlazado en la misma página. Estaba en italiano, pero usó el traductor del navegador para poder leerlo.
Andrea Constantini fue un empresario del mundo vitivinícola en Italia. A diferencia de otros dueños de viñedos, no se destacó precisamente por la alta gama de sus vinos. Su vida, más bien, fue un misterio. Lo poco que se sabía era que se había casado después de los cuarenta con una viuda que tenía una hija de un matrimonio anterior.
Aisha sintió el pecho calentarse y siguió leyendo.
Andrea Constantini no tuvo hijos biológicos, pero adoptó legalmente a su hijastra, de quien se supo que desapareció tras divorciarse del empresario y dueño del viñedo D'Arcy Enzo Russo.
Aisha quedó con la boca entreabierta. La hijastra de Andrea Constantini era Alexandra, la madre de Leonardo.
Con el corazón latiendo con fuerza, prosiguió con la lectura.
Andrea Constantini falleció en un accidente extraño junto a su esposa en el año 2007. Según la policía de Nápoles, iba conduciendo a exceso de velocidad y bajo los efectos del alcohol. Sin embargo, siempre quedó la duda de si realmente fue un accidente o algo más. Existían rumores persistentes sobre sus vínculos con mafiosos italianos e internacionales.
Aisha se quedó inmóvil frente a la pantalla, atónita ante esa nueva información.
Salió de aquella página y buscó directamente en el navegador el nombre Andrea Constantini. Aparecieron algunas imágenes del lugar del accidente, junto con titulares antiguos. Uno llamó su atención:
"El gran dolor del empresario italiano Andrea Constantini."
Hizo clic sin dudar.
El artículo confirmaba lo que ya había leído: Andrea Constantini murió en un accidente automovilístico en 2007, aunque nunca se esclareció por completo si la mujer que lo acompañaba era su esposa oficial o una amante. Pero había algo más. Una línea, breve pero demoledora, que encendió una chispa en el pecho de Aisha:
"Antes del accidente, Constantini atravesaba una etapa de profundo deterioro emocional, tras la desaparición repentina de su hija adoptiva, a quien consideraba como propia."
La nota explicaba que su hijastra —quien había adoptado legalmente y criado como propia— desapareció misteriosamente entre 1997 o 1998, sin dejar rastro. Alexandra Constantini, quien estuvo casada durante tres años con el empresario Enzo Russo y tuvo un hijo con él, desapareció sin que se supiera jamás su paradero.
Se rumoreaba que enemigos de Andrea podrían haber estado involucrados en su desaparición, pero nunca se comprobó nada. La investigación se cerró con un silencio incómodo, envuelto en rumores, y con una única y frágil conclusión: una tragedia sin responsables.
Aisha tragó saliva. Su mente se llenó de preguntas, como si acabara de abrir una puerta que llevaba demasiado tiempo cerrada.
Siguió buscando información, pero no encontró nada más de lo que ya había leído.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando escuchó el sonido de unos pasos acercándose.
—Aisha —la voz de su padre la sobresaltó.
—Estoy en mi habitación —respondió, cerrando rápidamente el computador y poniéndose de pie.
Carl entró sin golpear. Su expresión era dura, irradiaba enojo.
—Me vas a explicar ahora mismo por qué te quedaste a pasar la noche en casa de ese hombre —disparó, sin siquiera saludar.
—Buenas noches, Carl —replicó Aisha con un tono seco—. ¿Qué quieres que te explique? ¿Lo que estás pensando y no pasó? —agregó, colocando las manos en la cintura, desafiante y molesta.
— ¡No me tomes por idiota. Yo también fui joven!...
—Por supuesto. Pero tú sí pudiste elegir, a diferencia de mí.
Carl se dio cuenta de que su hija aún lo resentía profundamente.
—¿Eso es lo que vas a hacer cada vez que discutamos? ¿Recordarme que te metí en un matrimonio concertado? —gruñó, con la rabia latiéndole en la voz.
—¿Y tú, cada vez que yo esté con Leonardo, vas a estar pensando estupideces?
Carl apretó los labios, como si intentara contener algo más que enojo.
— No son estupideces, y lo sabes perfectamente — le espetó.
Aisha no respondió de inmediato. No porque no quisiera, sino porque sabía que Carl tenía razón. No eran estupideces. Y ella no tenía cómo defenderse ante esa verdad tan dura como inevitable.
—No confío en él, Aisha. No es un hombre cualquiera. Es un Russo. Tiene un apellido que arrastra más sombras que luces. ¿O vas a decirme que, de la noche a la mañana, vas a confiar en él?
—Por supuesto que no —replicó ella, conteniendo el temblor en la voz—.
Pero lo conocí, papá. Lo escuché, lo observé… Y aunque no lo creas, a diferencia de ti, él no me trata como si no supiera lo que quiero.
Hubo un silencio tenso, casi agresivo.
Carl entrecerró los ojos, pero no dijo nada.
Aisha, en cambio, mantuvo la mirada. No había ira en ella, sino una tristeza firme, una convicción que le nacía desde adentro.
—Él no me subestima —añadió con suavidad, pero con fuerza—.
Tú sí lo haces. Desde siempre.
—¿Así? ¿Y qué es lo que quieres? ¿Terminar como tu madre? ¿Como Alexandra? ¿Incluso como el propio Luigi? —la voz de Carl se alzó, quebrando el aire con su furia contenida—. No, Aisha. Hemos hablado, y sabes perfectamente que lo que realmente nos importa es descubrir la verdad. Tu deber es saber qué pasó con tu madre, y lo sabes. No confíes en ese hombre. No sabemos nada de él.
Aisha se quedó en silencio un segundo. El pecho le latía con fuerza, pero no bajó la mirada. Sus ojos, tensos, dolidos, se clavaron en los de su padre con una determinación nueva.
—Dices que no sabes nada de él —contraatacó, firme—, pero me lo pintaste como un ambicioso que solo quiere poder. Dijiste que era como su padre. Dijiste que tenía la sangre de los Russo, como si eso lo condenara.
Editado: 08.08.2025