Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

LO QUE NO ME ATREVO A PREGUNTAR

—Iré a lavarme los dientes —le gritó a su padre desde el primer peldaño de la escalera.

—Está bien —respondió él desde la cocina.

La madera crujía bajo sus pies mientras Aisha subía corriendo con el corazón desbocado. El eco de los pasos resonaba por toda la sala, marcando el ritmo de su ansiedad.

Al llegar a su dormitorio, cerró la puerta de golpe, como si estuviera ocultando un secreto que nadie debía descubrir.

Leonardo.

Escribió su nombre. Estaba nerviosa. Las palabras no fluían como quería; ninguna parecía la adecuada. No quería que notara su ansiedad, pero tampoco quería parecer fría... distante.

Aisha:
Hola... ¿Cómo llegaste a Richmond?

(Escribió y envió.)

Leonardo:
Bien, aunque estoy en la mansión Russo.

(Respondió él.)

Aisha:
¿Estás ahora ahí?

Leonardo:
Sí.

Aisha:
¿Te quedarás a dormir?

Aisha sintió, de repente, como si le hubieran dado una patada en el estómago. Leonardo. Lo imaginó solo, preparando su propia cena porque no confiaba en nadie en esa casa. La imagen le revolvió algo dentro.

El pitido de un nuevo mensaje la hizo volver en sí.

Leonardo:
No, había unas cosas que hablar del viñedo y también acerca de la boda.

Aisha:
¿La boda?

Leonardo:
Sí, Enzo tiene todo organizado para que sea en su mansión.

Aisha se quedó mirando la pantalla, sin saber qué responder. Una mezcla de enojo, sorpresa y algo que no quería admitir —¿decepción, tal vez?— se enredaba en su pecho.

¿La mansión Russo?

¿También la boda sería en ese lugar? Ese lugar que le parecía tan ajeno, tan cargado de sombras. ¿Acaso alguien le había preguntado su opinión?

Estaba a punto de protestar, los dedos suspendidos sobre el teclado, cuando un nuevo mensaje apareció:

Leonardo:
Voy saliendo de la mansión. Te escribo cuando llegue a casa.

Suspiró. El nudo en su estómago se aflojó apenas, pero la incomodidad seguía ahí, flotando, como una nube que no terminaba de disiparse.

Estaba molesta. No era una simple incomodidad, era una punzada sorda en el pecho, una rabia que hervía en silencio. ¿Por qué Leonardo había permitido que la boda fuera en ese lugar? ¿Qué pasaba con su opinión, con sus deseos? ¿Acaso no contaba para nada?

Apretó los labios con fuerza.

No quería que la boda se celebrara en esa mansión. No podía. Cada rincón de ese lugar olía a poder, a manipulación, a secretos podridos disfrazados de elegancia. Y encima sería Enzo quien lo organizara todo. Enzo. El mismo hombre al que no podía mirar sin que se le revolviera el estómago.

Imaginó la escena con claridad hiriente: una boda ostentosa, repleta de invitados que jamás había visto, vestidos carísimos, copas de champán servidas por camareros con guantes blancos, y ella —con Carl a su lado, rígido, incómodo— como una extraña en su propio día. Una intrusa entre apellidos de linaje y miradas que juzgan.

Sostuvo el teléfono un instante más, antes de dejarse caer de espaldas sobre la cama. Miró el techo como si buscara allí una respuesta que no llegaba.

¿Por qué le importaba tanto, después de todo? Ni siquiera era una boda real… ¿O sí? El papel que firmarían, la ceremonia, los votos... todo estaba destinado a mantener una fachada. Una transacción. Un pacto de sombras.

Y, sin embargo, le dolía.
Le dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Porque una parte de ella —pequeña, testaruda, peligrosa— quería creer que algo de eso era real. Que él era real.

Y entonces, una pregunta le atravesó como un relámpago, rápida e implacable:

¿Por cuánto tiempo estaría casada con Leonardo?

No lo habían hablado. Nunca pusieron límites, fechas, ni condiciones claras. Si lograba su objetivo, si encontraba la verdad que tanto buscaba… ¿qué pasaría después? ¿Romperían el lazo sin mirar atrás?

Nunca se había atrevido a pensar en el "después". Porque no sabía si lograría sobrevivir al antes.

Pero si lo hacía...
¿Sobreviviría también su corazón?

Se levantó bruscamente de la cama. No quería pensar en el futuro. No quería imaginar posibilidades.

—¡Amy! —gruñó, casi como un grito ahogado, y marcó su número sin pensarlo.

No habían pasado ni dos tonos cuando su amiga respondió al otro lado con su voz cálida y alerta:

—¿Aisha?

—Hola, amiga… ¿Cómo estás?

—¡¿Qué demonios es esto, Aisha Davis?! —gritó la voz de Emy al otro lado del teléfono, ignorando por completo el saludo—. ¡¿Cómo que te vas a casar?! ¡¿Y por qué me estoy enterando por un correo electrónico y no por ti directamente?!

Aisha cerró los ojos un instante, respiró hondo y se dirigió al baño.

—Emy, por favor... bájale el volumen...

—¡No me pidas calma! ¡Esto es una locura! ¡Una boda, Aisha! ¿Estás bien? ¿Qué está pasando?

Aisha cerró la puerta del baño tras de sí, con el teléfono aún en la mano.

—No es lo que piensas... o tal vez sí. Es complicado.

—¡¿Con quién te vas a casar?! ¡¿Dónde lo conociste?! ¡¿Por qué no me habías dicho nada?! ¿O ya no me consideras tu amiga como para contarme algo tan importante?— Dijo Amy dolida.

—Es difícil explicarlo por teléfono. Me gustaría que vinieras… El matrimonio es la próxima semana.

—¡¿Qué?! ¡Perdiste la cabeza!

—No. Por eso mismo quiero que vengas a Charlottesville. Necesito hablar con alguien, Emy… Si no, me voy a volver loca.

El silencio al otro lado fue inmediato, pero denso. La indignación todavía vibraba en el aire.

—¿Qué está pasando, Davis?

La llamó por su apellido. Siempre lo hacía cuando estaba realmente molesta.

Aisha tragó saliva. Las palabras se le atoraban en la garganta.

Se sentó en el borde de la bañera, con el celular apretado contra la oreja. El silencio y las palabras no dichas llenaban el baño, pero no conseguía calmarle el pecho. Sentía que cada palabra que estaba a punto de decir era un muro que debía derribar con cuidado, como si cualquier movimiento en falso pudiera derrumbar todo.




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