Después de dejar el conjunto cuidadosamente guardado en su bolsa, Aisha salió de la boutique con una mezcla de emoción y nerviosismo cosquilleándole el pecho. El vestido estaba resuelto, pero aún le faltaba un detalle esencial: los zapatos.
El centro de Charlottesville tenía ese aire encantador y tranquilo de los domingos al mediodía. Las hojas comenzaban a colorear las aceras con tonos dorados, y la brisa suave le acariciaba los brazos mientras caminaba, decidida, de tienda en tienda.
Probó varios pares: unos eran demasiado altos, otros demasiado brillantes; algunos no combinaban con la sobriedad elegante del vestido. Ya estaba a punto de rendirse cuando una zapatería escondida entre una librería antigua y una tienda de antigüedades llamó su atención. Entró por impulso.
Ahí, en una vitrina discreta, los vio.
Eran delicados, con una fina tira al tobillo, de satén blanco marfil que parecía susurrar en lugar de brillar. Tenían la altura justa, la elegancia justa. Se los probó frente a un espejo largo, levantando un poco el dobladillo de su vestido imaginario.
Fue en ese instante cuando su celular vibró sobre el pequeño banco acolchado.
El número que había guardado la noche anterior apareció: Leonardo.
El nombre brilló en la pantalla como si lo invocara desde otro plano. Dudó un momento antes de contestar. Se acomodó el zapato y deslizó el dedo por la pantalla.
—Hola —dijo con voz baja, casi contenida.
—Hola, señorita Davis. ¿Cómo amaneciste?
Un rubor suave se instaló en sus mejillas al recordar lo que había hecho después de aquella conversación por mensajes. La forma en que su cuerpo había respondido al deseo contenido, al calor de sus palabras.
Fue casi inevitable.
—Bien —respondió en un susurro, como si temiera que alguien pudiera leerle el pensamiento.
Tras despertar sobresaltada por una pesadilla, el resto de la noche había sido extrañamente plácido. Como si su cuerpo, agotado de tanto resistirse, se hubiese rendido al fin.
Y entonces lo recordó: el sueño erótico.
Leonardo.
Sus manos. Su voz.
Todo tan real que al abrir los ojos sintió por un momento que él había estado ahí.
—¿Estás ocupada? —preguntó él, con ese tono que siempre parecía esconder algo detrás.
—Estoy... eligiendo zapatos —respondió, sin poder evitar una sonrisa.
—¿Zapatos?
—Para el vestido.
Hubo una pausa. Corta, pero intensa.
—¿Y ya encontraste el vestido?
Aisha miró su reflejo de nuevo, la curva de su tobillo, el encaje imaginario que aún sentía bajo la ropa.
—Sí —dijo—. Lo encontré. Todo empieza a encajar.
Leonardo no dijo nada al principio. Pero en su silencio, ella sintió algo distinto. Como si él también estuviera imaginándola. No solo vestida de blanco, sino como la mujer que, poco a poco, se le volvía inevitable.
—Entonces... me alegra —dijo por fin—. Quisiera verte con el vestido.
Aisha cerró los ojos un segundo, sintiendo cómo una vibración nueva le recorría el cuerpo.
—El próximo sábado —susurró.
—Será una larga espera.
Ambos se quedaron en silencio.
Sí, era un matrimonio concertado, impuesto por circunstancias y secretos familiares… pero Aisha no podía ignorar la sensación que se colaba entre cada mirada, cada palabra no dicha.
La sensación de que él también deseaba algo más.
Algo que se deslizaba hacia lo inevitable.
Como si, sin quererlo, sin siquiera atreverse a nombrarlo, estuvieran construyendo algo real.
Algo que escapaba del control de ambos, pero que ya había echado raíces.
—¿Y encontraste algo más?
Aisha no respondió. No estaba segura de decirle que también había elegido un conjunto de lencería, pensado para la noche de bodas. Pero... ¿acaso él también quería cruzar esa línea esa noche como ella?
—En algún momento, y si tienes suerte... lo descubrirás.
—Mmm. ¿Y no puedes decirme? No quiero quedarme con la duda.
—No. Además... ¿estás dispuesto a ir más allá? Nos estamos casando por un acuerdo que pactaron, no por decisión nuestra.
—No importa las circunstancias. Tal vez estoy deseando ir más allá... Todo depende.
—¿Depende de qué?
—De mi suerte. Y de tu disposición.
Aisha dejó que el silencio se alargara unos segundos, mientras deslizaba los dedos por la curva del zapato aún en su pie. Había algo íntimo en esa conversación, algo que la envolvía sin que ella pudiera evitarlo.
—¿Y si te dijera que lo que elegí no se ve... pero se siente?
—Entonces definitivamente tengo que descubrirlo —dijo él, con esa voz que parecía más grave cuando se volvía serio—. Me estás provocando, señorita Davis.
—¿Lo estoy? —preguntó, fingiendo inocencia—. Solo hablo de telas.
—No. Hablas con la voz baja, como si me susurraras al oído. ¿Estás en un probador?
—No —rió suavemente—. Estoy en una zapatería, frente a un espejo, con un zapato puesto y el otro en mi mano.
—No sé si eso lo hace mejor... o peor para mi imaginación.
Aisha mordió su labio inferior, luchando contra la sonrisa tonta que se le escapaba. Se sentía ligera, como si ese momento con él le quitara peso al mundo. Como si la realidad que los unía —ese matrimonio arreglado— se disolviera en cada frase.
—¿Y tú dónde estás? —preguntó.
—En el auto. Te iba a escribir, pero... no sé. Necesitaba escucharte.
Ese “necesitaba” la tomó por sorpresa. Como si él también estuviera cruzando una línea sin darse cuenta.
—¿Y estás solo?
—Sí.
—Entonces... puedo seguir provocándote.
—Tú no necesitas decir nada para provocarme. Solo respiras... y ya es un problema.
Aisha soltó una carcajada ahogada, tapándose la boca con la mano libre.
—No deberías decir esas cosas.
—¿Por qué? ¿Porque son verdad?
—Porque me hacen pensar en ti más de lo que debería.
—Entonces estamos en problemas los dos.
Hubo una pausa. Esta vez, no incómoda, sino cargada.
Editado: 25.09.2025