Matteo estaba recostado en el sofá, con una pierna cruzada sobre la otra, el teléfono en mano, deslizándose por una interminable sucesión de videos absurdos que apenas le sacaban una sonrisa. La puerta del salón se abrió con firmeza.
—Estabas aquí —dijo Enzo con la frialdad habitual en su tono.
—Hola, padre. Qué alegría verte —respondió Matteo con sarcasmo sin molestarse en levantar la vista.
—Lo creería... si me lo dijera Colin —replicó Enzo con una media sonrisa helada.
Matteo sonrió con cinismo, los ojos aún fijos en la pantalla.
—Colin. El niño de oro de la familia Russo.
—¿Te molesta eso? —espetó Enzo, dando un paso hacia él.
Matteo alzó la vista por fin, sosteniéndole la mirada sin esfuerzo, como si estuviera frente a un extraño al que había dejado de temer hacía mucho tiempo.
—No. Honestamente, me importa muy poco.— Le dijo con calma, como quien deja caer una verdad irrelevante en una conversación banal. Pero en sus ojos, brillaba algo más oscuro. Algo que Enzo conocía muy bien: desprecio contenido.
—¿Seguro? Tus ojos dicen otra cosa —lo acorraló Enzo, dándole una mirada incisiva.
—Seguro, Enzo —remarcó su nombre con desdén—. ¿De verdad crees que podría tener celos de un niño? No me hagas reír.
—¿Quieres comportarte como el bastardo de Leonardo al llamarme por mi nombre? —escupió Enzo, la voz cargada de veneno.
Matteo soltó una risa corta, seca, burlona.
—¿Qué es lo gracioso, idiota? —bramó Enzo.
—Estoy viendo videos estúpidos —respondió Matteo sin levantar la vista, volviendo a fijar los ojos en su teléfono como si la conversación le resultara irrelevante.
—¡No me tomes por estúpido! —gritó Enzo, y con un violento manotazo le tumbó el celular de las manos, haciendo que se estrellara contra la alfombra.
—¡Oye! ¡Acabo de comprarlo! —gritó Matteo, levantándose de golpe y fingiendo sorpresa con una mueca exagerada—. ¿Vas a romper todo lo que no puedes controlar?
La habitación se cargó de tensión. Los ojos de Matteo brillaban, no de miedo, sino de desafío. Por dentro, estaba disfrutando cada segundo.
—Quiero que me pongas atención cuando te hablo —espetó Enzo, con voz baja pero peligrosamente firme, como una amenaza velada.
Matteo se agachó, recogió su celular con calma, sacudió el polvo que no había y lo miró un instante antes de alzar la mirada.
—¿Qué quieres? ¿Que escuche cómo presumes a Colin como si fuera un prodigio? ¿O cómo desprecias a Leonardo mientras le echas maldiciones como un viejo resentido? —replicó con el veneno justo, mirándolo directamente a los ojos.
—Ten cuidado conmigo, Matteo. No te confundas. Hasta ahora he tolerado todas tus tonterías…
—¿Tonterías? ¿Cuáles? No he hecho nada mal. De hecho, soy tu mejor hijo y lo sabes. El más inteligente. El más exitoso. ¿O acaso crees que los vinos que lanzó Leonardo la semana pasada se comparan con todo lo que yo he construido en estos últimos años?
Enzo no parpadeó.
—No —dijo con una frialdad que helaba el ambiente—. Pero hay una diferencia irrefutable: Leonardo es más práctico. No actúa por impulso como tú. ¿De verdad pensaste que no notaría tu ridículo intento de crear una nueva línea de Malbec solo para competir con él? No me tomes por idiota, Matteo.
Matteo rió por lo bajo, con esa sonrisa torcida que usaba cuando estaba a punto de perder la paciencia.
—¿Y qué si lo hago? Ese hijo de puta no tiene idea de vinos. Todo lo que sabe lo aprendió de algún charlatán disfrazado de profesor y de las putas tradiciones.
—¿Y tú sí sabes? —Enzo entrecerró los ojos—. No seas imbécil. Tu paladar está tan contaminado de arrogancia que dudo que distingas un Malbec auténtico de una botella de supermercado.
Matteo apretó los dientes. Lo fulminó con la mirada. Pero se contuvo.
Por ahora.
—¿En serio estás defendiendo al idiota de Leonardo? —espetó Matteo, con el ceño fruncido.
—Claro que no —replicó Enzo con frialdad—. Pero no cometo el error de competir con él. Te sugiero que saques la cabeza de tu culo y dejes de hacer estupideces por impulso solo para demostrar que eres mejor. Con eso lo único que lograrás es que Leonardo quiera tomar el control total del viñedo.
Matteo lo miró con una mezcla de rencor y sarcasmo.
—Ya entiendo… ese es tu miedo, ¿verdad? Que Leonardo, con su cincuenta por ciento, te quite el puesto de CEO del viñedo.
Enzo se alejó unos pasos, como si no quisiera responder de inmediato.
—¿Y tú? —preguntó sin girarse—. ¿No tienes miedo de que te arrebate tu veinticinco por ciento?
—No puede —afirmó Matteo con convicción—. Lucas Russo lo dejó estipulado. Nadie podrá quitarme lo que me pertenece.
Las mentes de ambos viajaron, casi al mismo tiempo, al día en que se leyó el testamento de Lucas Russo.
La oficina del abogado, aunque lujosa, tenía una frialdad ostentosa. Los ventanales dejaban entrar una luz gris que acentuaba la rigidez del ambiente. Las paredes estaban cubiertas de estanterías impecables, llenas de libros que olían a cuero viejo y poder antiguo.
Matteo, Enzo y Celine estaban sentados frente al escritorio de roble, esperando en silencio mientras el abogado extraía con parsimonia los documentos del portafolio de piel negra. Había pasado un mes desde la muerte de Lucas, y el luto seguía impregnando cada palabra no dicha.
Leonardo, a pesar de haber regresado hacía ya varios meses, no fue convocado para la lectura del testamento. Nadie mencionó su ausencia. Ni una pregunta. Ni un gesto. Era como si para todos en esa habitación, simplemente no existiera.
Tanto Matteo como Enzo vestían impecables trajes italianos hechos a medida. Sus corbatas eran sobrias, sus relojes discretos pero costosos. Celine, en cambio, irradiaba una sofisticación agresiva: llevaba un vestido negro ceñido que delineaba su figura, cortado justo por debajo de las rodillas. Completaba su atuendo con una chaqueta a juego, tacones demasiado altos para una ocasión solemne, un collar de perlas relucientes y aretes de diamantes que captaban cada destello de luz con arrogancia.
Editado: 25.09.2025