Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

VINO Y SANGRE

Leonardo analizaba el nuevo vino que el viñedo D'Arcy lanzaría al mercado en unos días. Era solo un procedimiento rutinario; el vino ya estaba listo. Pertenecía a una nueva colección diseñada por Enzo, elaborada con uvas extranjeras.
Leonardo cumplía con su trabajo, medía, probaba, tomaba notas… pero su mente estaba en otra parte. Muy lejos de allí.

Estaba reflexionando. Pensando.

Últimamente, le costaba separar el pasado del presente. Sobre todo cuando recordaba los matrimonios pactados que habían marcado la historia de su familia.
Él no fue testigo directo de esos acuerdos, pero había escuchado relatos. O al menos la versión de su abuela italiana, María.

Según ella, Lucas y Helena nunca fueron felices.
Para María, Lucas no era más que un hombre ruin que se había aprovechado de la confianza de Clark D’Arcy. Y, por supuesto, no lo hizo solo. Vittorio —el padre de Lucas— tampoco era un santo. Tanto él como Lucas eran, en palabras de su abuela María, “unos vividores de guante blanco”, siempre buscando una manera de sacar provecho de lo que fuera, aunque implicara arruinar la vida de una mujer joven y llena de sueños.

Leonardo apartó la copa, sintiendo que el vino le sabía amargo.

El matrimonio de Helena y Lucas no fue fruto del amor, y eso era algo que Leonardo había escuchado desde muy joven. Fue un pacto sellado entre Clark D’Arcy y Vittorio Russo, con la intención de unir a dos familias italianas en tierras norteamericanas. Dos apellidos, dos tradiciones, dos linajes… y un solo objetivo: construir un imperio en el mundo del vino.

Pero detrás del esplendor de los viñedos, de los salones dorados y las cenas de etiqueta, se escondía una historia de infelicidad, resentimiento y violencia.

Años después, Enzo repetiría exactamente el mismo patrón.

Su matrimonio con Celine no fue diferente. También fue acordado. Esta vez, por Lucas y el padre de Celine. A cambio de unir sus tierras, sus recursos, y expandir el control sobre la región vinícola.
El mismo guion, las mismas decisiones impuestas.

Celine decía haber amado a Enzo desde que lo conoció en Italia, cuando él aún era un joven estudiante de enología y ella, una muchacha caprichosa, enviada a visitar a sus abuelos maternos durante un verano largo y caluroso.

El pacto no tardó en hacerse. En menos de un año ya estaban comprometidos.
Y aunque Enzo jamás se mostró afectuoso —ni entonces, ni después—, el compromiso siguió adelante, impulsado por la ambición de los padres. Un matrimonio entre tierras, apellidos y poder.
Se casaron. Y como era previsible, fracasaron estrepitosamente.
Ni siquiera la llegada de Matteo logró salvar aquella unión construida sobre cimientos podridos.
El divorcio fue inevitable, pese a las protestas desesperadas de Celine, que parecía aferrarse más al apellido Russo que al hombre que lo portaba.

Pero no fue el final.
Pronto llegó el turno de Alexandra Constantini.
Otra joven arrastrada por el mismo patrón. Otro pacto. Otro matrimonio sellado para unir dos familias poderosas: los Russo y los Constantini. Esta vez, con la promesa de abrir paso al prestigio italiano en el mercado estadounidense.
Pero todo fue una farsa.
La fachada era el negocio vitivinícola, sí.
Pero detrás de esa imagen de elegancia y tradición, se escondían intereses mucho más oscuros. Los verdaderos negocios de los Russo no tenían nada que ver con la tierra ni con las uvas.

Leonardo lo había sospechado desde hacía años. Pero ahora lo entendía con claridad.
Su familia no construía viñedos. Construía alianzas disfrazadas, transacciones humanas, matrimonios negociados como si fueran simples contratos mercantiles. Y en medio de eso… su madre. Una adolescente atrapada.
Y él… él había nacido de aquella trampa.
Y lo peor no fue el matrimonio pactado. Lo peor fue que, en su caso, no hubo divorcio.
Hubo algo mucho más cruel.

Un abismo.
Una huida.
Una fractura tan profunda que terminó con él siendo criado no por su madre, sino por Helena…
Y cuando ella murió, por María, la prima italiana que lo acogió más por lealtad que por amor.

Y ahora… era su turno.
Su turno de continuar con ese despreciable legado de pactos matrimoniales que se repetían como maldiciones antiguas.
Pero esta vez —lo sabía— había algo diferente.

Aquí no había tierras que fusionar, ni contratos comerciales escondidos, ni una fachada de negocios sucios, ni promesas de poder.
Aquí había algo más.
Algo que se le escapaba.

Porque Aisha no era una prometida al azar.
Estaba seguro.
Enzo la había escogido por alguna razón.
Y lo más inquietante… era la sospecha persistente de que Aisha lo sabía.

Aun así, en medio de todas las sombras, una pregunta ardía con fuerza en su mente:
¿Podrían él y Aisha romper las cadenas?
¿O estaban destinados a repetir la historia de sus predecesores?
¿A terminar como todos los demás… entre rencores, traiciones y abandono?
¿O quizás… en algo mucho peor?

Leonardo cerró los ojos. Y por un momento, el aroma del vino le resultó insoportablemente denso. Como si llevara en cada gota el eco del pasado.
La única diferencia era que ahora Leonardo lo entendía con claridad.

Y lo perturbador era pensar que su propio matrimonio con Aisha pudiera ser —en apariencia— una nueva pieza en ese mismo tablero. ¿Estaba repitiéndose la historia? ¿O aún estaban a tiempo de escribir algo distinto?

No lo sabía con certeza, pero por la forma en que estaban sucediendo las cosas últimamente entre él y Aisha…
Podía intuirlo.
Tal vez —solo tal vez— las cosas podían ser diferentes.
Tal vez no estaban destinados a repetir en cómo terminaban los matrimonios forzados.
Tal vez aún había una salida para ellos.
Una forma de vivir sin pactos, sin condiciones, sin sangre enredada en el vino.

El tiempo lo diría, por ahora sólo quedaba esperar.




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