El bar de siempre no era lujoso, pero tenía ese encanto de lo familiar: madera vieja, sillas desparejas y una luz cálida que hacía que el tiempo pareciera ir más lento. El cantinero los saludó con un gesto de cabeza y, sin que tuvieran que pedir, trajo dos vasos grandes de cervezas bien frías.
—Salud —dijo Colin, chocando su vaso con el de su hermano.
—Salud —repitió Leonardo, y le dió el primer sorbo a su vaso.
Durante unos minutos, solo se escuchó el murmullo del televisor colgado en una esquina, donde pasaban un partido de béisbol, y el tintinear de vasos en las mesas vecinas. Colin jugaba con el posavasos, girándolo entre los dedos, hasta que rompió el silencio.
—¿Y bien? Háblame de ella.
Leonardo lo miró sin comprender.
—¿De quién?
—De la señorita Davis, Leo. La hija del capataz. Tu prometida.
Leonardo apoyó el vaso en la barra con calma.
—No hay mucho que decir.
—¿Cómo que no? —insistió Colin con una sonrisa ladeada—. Te vas a casar con ella. Mínimo podrías contarme si le gusta el vino, si tiene una risa escandalosa, si es desagradable... o si come con la boca abierta.
Leonardo desvió la mirada hacia el fondo del bar, como si buscara una excusa invisible para no responder de inmediato.
—Nada de eso. Es... inteligente. Reservada. No sé qué más puedo decirte, apenas la conozco.
—Suena como la descripción de una socia, no de una prometida.
Leonardo esbozó una media sonrisa.
—¿Qué esperabas que te dijera?
—No sé... algo más humano, tal vez. ¿Te cae bien al menos?
Leonardo bajó la vista, pensativo. Jugó con el borde del vaso.
—Sí. Me cae bien.
— ¿Es bonita?
—Es hermosa —respondió Leonardo, esquivando la mirada de Colin, como si temiera revelar más de lo que sus palabras ya insinuaban.
Colin entrecerró los ojos, percibiendo algo en ese gesto, en ese tono. Pero no dijo nada. Dio otro trago y cambió de tema con la ligereza natural que siempre lo caracterizaba.
—Bueno, si la vas a traer al infierno de los Russo, más le vale ser de hierro.
Leonardo soltó una risa corta.
—Sí... más le vale.
Colin le dio una palmada en el hombro, como quien sabe que hay cosas que no deben forzarse, que el silencio a veces dice más que las palabras.
—Cuando la vea, sabré todo lo que tú no quieres contarme. Lo llevo en la sangre.
Leonardo lo miró de reojo, pero esta vez no dijo nada. Solo levantó su vaso, y brindaron de nuevo, en silencio.
—¿Cómo están tus medios hermanos? —preguntó Leonardo, desviando la atención de Colin.
—Como siempre. Maya es chillona, y Sean llora, come, caga, duerme, se despierta y vuelve a llorar.
Leonardo soltó una carcajada.
—Debió ser horrible para ti —le dijo con tono burlón.
—Ni te lo imaginas, hermano.
—Pero son solo niños. ¿Cuántos años tienen?
—Maya tiene ocho y Sean tres. ¿Por qué mi mamá fue tan irresponsable? —se quejó mientras bebía su cerveza.
—¿Por qué lo dices?
—Por la diferencia de edad entre sus hijos. Yo tengo diecinueve, soy once años mayor que Maya y dieciséis mayor que Sean. ¿Te parece justo?
—No, pero tu madre te tuvo a los veinticuatro años. Era muy joven. ¿Qué esperabas?
—Que no tuviera más hijos después de mí.
—No te correspondía a ti elegir por ella.
—Eso lo dices porque no eres tú quien debe lidiar con esos niños. Ya quiero verte cuando tengas un hijo.
Leonardo sintió su piel erizarse.
Un hijo.
Como si eso fuera posible.
—No voy a ser padre.
Colin lo miró sorprendido.
—No voy a ser padre —repitió Leonardo, bajando la mirada hacia la espuma que quedaba en su vaso.
Colin lo observó en silencio, sorprendido no tanto por las palabras, sino por la forma en que las dijo. Con una certeza que sonaba más a resignación que a decisión.
—¿Y eso por qué? —preguntó finalmente, con voz más baja.
Leonardo se encogió de hombros.
—No está en mis planes. No sería justo para nadie.
—¿No sería justo para quién? —insistió Colin, ladeando la cabeza con expresión confundida—. ¿Para ti o para el niño?
Leonardo no respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó. Los dedos tamborilearon suavemente contra el vaso medio lleno.
—Hay cosas que uno no quiere heredar —dijo por fin, en un susurro casi inaudible.
Colin entrecerró los ojos.
—¿Te refieres a nuestro apellido?
Leonardo soltó una risa seca.
—A todo lo que viene con él.
—No eres como papá, Leo —dijo Colin en voz baja—. Y tampoco eres como el abuelo. Tú... tú eres mejor que eso.
Leonardo lo miró, con una expresión en la que se mezclaban gratitud y dolor.
—No estoy tan seguro.
—Pues yo sí —afirmó Colin, alzando su vaso—. Y cuando conozca a tu prometida, le voy a decir que es una idiota si no se da cuenta de lo afortunada que es.
Leonardo sonrió, aunque la sonrisa no le llegó del todo a los ojos.
—Eres un desastre, Colin.
—Sí, pero soy un desastre sabio.
— ¿En serio detestas a tus hermanitos?
— No, para nada. Los amo… pero a veces siento que vinieron al mundo solo para poner a prueba mi paciencia.
Ambos rieron, esta vez con un poco más de sinceridad. La tarde avanzaba, pero el peso de las palabras dichas quedaba suspendido entre ellos como el humo tenue del bar.
—Pero hablando en serio, ¿realmente no deseas tener al menos un hijo? —insistió Colin, con esa mezcla de curiosidad y ternura que lo caracterizaba.
—No. ¿Tú me ves a mí criando un niño? —respondió Leonardo con una sonrisa irónica, aunque sus ojos no reflejaban diversión.
—No sé… pero pensé que, a diferencia de Matteo, tú sí querías tener hijos. Incluso llegué a pensar que Mía sería la madre de mis sobrinos.
Leonardo lo miró, sorprendido.
—¿Por qué pensaste algo así?
—Porque veía el brillo en tus ojos cuando estabas con ella. Pensé que esa relación tendría futuro... que tarde o temprano terminarían casándose y formando una familia, con niños incluidos.
Editado: 13.08.2025