Leonardo estaba frente al mostrador de una lujosa joyería en Richmond. Bajo la luz blanca y pulida, anillos, relojes, aretes, brazaletes y collares brillaban con un destello casi arrogante. Eran piezas pensadas para mujeres que disfrutaban ser vistas, para quienes la joya no era un detalle, sino un grito de estatus.
Son perfectas para Audrey o Celine —pensó—, mujeres que siempre aparentaban más de lo que sentían. Pero Aisha… no. Ella no necesitaba joyas que hablaran por ella; su presencia ya lo hacía.
—¿Ya se decidió? —preguntó una mujer de unos treinta y cinco años, impecable en un traje negro de falda y chaqueta, el cabello recogido en un moño tirante.
—Aún no.
—Si me lo permite, puedo hacerle una recomendación.
—La escucho.
—Si es para su novia, tenemos este collar de diamantes con un dije rosa en forma de corazón, montado en oro blanco de dieciocho quilates —dijo con una sonrisa profesional—. Es una pieza muy solicitada entre nuestras clientas más distinguidas.
Leonardo lo observó. El brillo del diamante rosa era perfecto… pero demasiado. Aisha nunca lo usaría. Ella prefería lo delicado, lo que se descubría con una segunda mirada, no algo que exigiera atención inmediata.
—Es hermoso, pero no es lo que busco.
La vendedora arqueó una ceja antes de inclinarse sobre otra vitrina.
—Tal vez algo más discreto, pero igual de especial. —Abrió una pequeña caja de terciopelo azul—. Colgante de perla natural de Tahití, cadena de oro rosa. Elegancia sin exageración.
Leonardo lo sostuvo. La perla, de un gris plateado que parecía mutar con la luz, lo atrapó por un instante. La imaginó en el cuello de Aisha, y la imagen le provocó una calidez inesperada… aunque no era lo que tenía en mente para esa ocasión.
—¿Tiene algo más sencillo?
La mujer suspiró, se dirigió a un cajón y extrajo otra caja, esta vez de terciopelo azul oscuro.
—Oro blanco, cadena fina y un zafiro en forma de lágrima rodeado de pequeños diamantes.
Leonardo lo miró detenidamente. Era simple, pero con un magnetismo sereno, como Aisha.
—Este podría ser —murmuró, más para sí mismo que para ella.
La vendedora sonrió, segura de haber cerrado la venta.
—¿Lo llevará?
—Sí.
A las seis de la tarde, y después de pagar Leonardo salió de la joyería con una caja negra, envuelta con un lazo plateado, sujeta firmemente entre las manos. Sabía que no era solo un regalo: era una promesa que aún no se atrevía a poner en palabras.
Se detuvo un instante en la acera. El bullicio de la ciudad lo envolvía: el murmullo de la gente, el tráfico, el aroma de café de una cafetería cercana. Miró la caja y pensó en la reacción de Aisha. Se preguntó si entendería que, entre todo lo que podría haber comprado, había elegido eso… algo que no buscaba deslumbrar a los demás, sino capturar lo que él veía en ella.
No se trataba de un regalo para impresionar, sino para recordar. Para que cada vez que lo usara, supiera que él la quería conocer de verdad.
El peso de la caja en su mano se sentía ligero, pero en su interior llevaba algo que, para él, significaba mucho más que su valor material. Y aunque todavía no sabía si se lo daría antes o después de cenar, una certeza lo acompañaba: ese momento debía ser íntimo, lejos de miradas curiosas… y sobre todo, muy lejos de su familia.
Mientras caminaba hacia su auto, el teléfono vibró en el bolsillo. Al ver el nombre de Colin en la pantalla, frunció ligeramente el ceño, aunque respondió de inmediato.
—¿Sí?
—¡Hermano! —exclamó una voz entusiasta al otro lado de la línea.
—Hola, Colin. ¿Qué tal estuvo la reprimenda?
—No muy dura. Ya sabes que el señor Russo no se enoja demasiado tiempo conmigo.
Muy típico de Enzo, pensó Leonardo. A diferencia de él o de Matteo, con Colin siempre había sido más indulgente.
—Lo sé —respondió con tono neutro—. ¿Le comentaste lo que mencionó el señor Lambert?
—¿Sobre qué? —preguntó Colin, con un tono de confusión.
—Sobre que le gustaría probar el vino que hizo la abuela.
—Ah, eso… No lo hice. Meredith dijo que no le diera importancia; además, ya sabes que son las palabras de un hombre que a veces confunde la realidad.
—Puede que tengas razón —respondió Leonardo—, pero te confieso que me intriga.
—Si la abuela hubiera participado en la creación de un vino propio, papá lo sabría… ¿no crees?
Leonardo no estaba tan seguro de eso, pero decidió no mencionarlo a su hermano menor.
—Pero no era por eso que te llamaba, Leo.
— Dime.
—Leo, tengo una idea brillante. No puedes decir que no.
Leonardo ya lo intuía. Nada bueno venía con ese tono.
—Sorpréndeme.
—Estoy organizando tu despedida de soltero. Algo relajado, claro. Un club, unas copas, chicas bailando… ya sabes, para que no digas que no lo intenté.
Leonardo se apoyó contra la puerta del coche, mirando la calle sin demasiado interés.
—No me gustan esas cosas, Colin.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Y menos ahora que me han comprometido.
—Vamos, Leo. No tienes que quedarte toda la noche encerrado en esa vieja mansión, donde todavía resuenan los gritos de la abuela cada vez que me regañaba.
—No, Colin. No deseo salir a ningún lado.
—Por favor… Solo quiero que salgas un poco, te rías, convivas con gente de tu edad.
Leonardo soltó una breve risa, sin alegría.
—Tú y tus amigos tienen casi diez años menos que yo, con mentalidad de adolescentes. No me interesa verlos competir por quién grita más fuerte o quién convence a la camarera de llevárselo a la cama.
Colin guardó silencio unos segundos.
—Solo intento ayudarte, Leo. No tienes muchos amigos. En realidad, no tienes ninguno.
—Ya sabes cómo soy. Tengo conocidos —corrigió Leonardo con calma—. Gente con la que puedo hablar de negocios, no de banalidades que no me interesan.
—Exacto. Y eso no es vivir.
Editado: 29.09.2025