Leonardo estaba tumbado en su cama, envuelto en la oscuridad de la habitación, mientras el silencio se volvía cómplice de su tormenta interna. Tenía aún el corazón acelerado, la respiración más pesada de lo normal, y en su piel quedaban vestigios de un calor que no provenía de la noche de Virginia, sino de lo que acababa de suceder. Sexo por teléfono. Una locura. Algo que nunca se habría imaginado hacer, y menos aún con ella.
Ni en su adolescencia —cuando vivía con prisa, buscando en los excesos un escape a su propia sombra—, ni en la universidad —cuando saltaba de una relación pasajera a otra, intentando llenar un vacío que siempre lo perseguía—, jamás había sentido algo parecido. Aisha lo llevaba a un límite distinto: íntimo, vulnerable, peligroso.
Se pasó una mano por el rostro, intentando ordenar el torbellino que era su mente. ¿Qué demonios estaba haciendo? Ella no era solo una mujer con la que coquetear y pasar el tiempo. No era otra de esas conquistas que olvidar con el amanecer. Aisha lo desarmaba con su risa tímida, con esa inocencia que parecía tan sincera y, al mismo tiempo, con esa fuerza que emergía cuando menos lo esperaba.
Lo que más lo inquietaba era que ella lo estaba obligando a enfrentarse a sí mismo. A esa parte de él que siempre intentó enterrar bajo capas de arrogancia y seducción. Con Aisha no podía ser solo el hombre seguro, el amante experimentado, el hombre controlado o el enólogo experto. Con ella se veía obligado a ser humano. A mostrarse.
Cerró los ojos y suspiró, consciente de que aquella noche había cruzado una línea de la que ya no había vuelta atrás. La había escuchado temblar, reír nerviosa, entregarse poco a poco a su voz… y se dio cuenta de que la estaba dejando entrar demasiado hondo.
No quería preguntarse si era atracción, si era deseo, o si realmente aquello era algo más. No quería porque sabía que, si lo hacía, ya no habría escapatoria. Y, sin embargo, una parte de él ya lo sabía: estaba perdido.
Hundió el rostro en la almohada y se permitió un instante de debilidad, sonriendo como un muchacho que descubre el sexo por primera vez. Porque, aunque lo negara, aunque se resistiera, Aisha Davis se estaba convirtiendo en su verdad más peligrosa… y aunque podría ser feliz, también estaba ese miedo latente de salir lastimado.
Cerró los ojos recordando la cena, los besos, lo que sintió cuando la tuvo tan cerca y pudo recorrerla momentáneamente con la mano. Su desesperación por llevarla con él, de compartir una cama y no para dormir sino para soltar todo ese deseo contenido que llevaba sintiendo desde que ella le había lanzado el vestido en la cara. Esa imagen seguía grabada en su memoria como una chispa que encendió un incendio.
El roce de sus labios aún le quemaba la piel, como si no fuera un recuerdo sino una marca invisible que lo seguía reclamando. Recordaba el temblor de sus dedos cuando la acarició, la forma en que ella lo miró con esa mezcla de ingenuidad y atrevimiento que lo desarmaba por completo. Nunca nadie había tenido ese poder sobre él. Nunca.
Se llevó una mano al cabello, enredando los dedos con fuerza como si necesitara detener el torbellino de sensaciones. Pero cuanto más intentaba resistirse, más la deseaba. No solo con el cuerpo, sino con algo mucho más hondo, más peligroso. Quería conocer sus miedos, sus secretos, quería escuchar su risa en la madrugada y verla dormida en sus brazos. Y eso, justamente eso, era lo que lo aterraba: que Aisha no fuera solo una obsesión pasajera, sino el inicio de un amor capaz de romperle todas las murallas que había levantado en su vida.
El silencio de la habitación se volvió insoportable. Se giró en la cama, apretando la mandíbula. “No puedo permitirlo”, murmuró casi sin voz, como si al pronunciarlo intentara convencerse. Pero en el fondo ya lo sabía: estaba perdido, porque Aisha se había vuelto imposible de ignorar.
—No, Leonardo, no te puedes enamorar —murmuró en medio de la oscuridad, con la voz tan baja que apenas él mismo pudo escucharse.
Era una locura, lo sabía. Una locura tan peligrosa como inevitable. Porque aunque su mente lo negara, aunque su orgullo quisiera resistirse, su corazón latía con fuerza cada vez que pensaba en Aisha Davis. Aquella muchacha con la que lo habían obligado a casarse estaba despertando en él un sentimiento tan profundo que lo asustaba más que cualquier enemigo que hubiera enfrentado.
Un acuerdo matrimonial… tan frío y calculado como el de sus abuelos, como el de su madre con Enzo. Y en ninguno de esos matrimonios hubo amor verdadero. Helena y Lucas eran dos desconocidos compartiendo el mismo techo, condenados a la distancia y a los silencios. La obsesión enfermiza de Enzo por Alexandra terminó en tragedia, arrastrando con ella la inocencia y, de paso, destrozándole la vida a él.
Leonardo apretó los puños sobre las sábanas, sintiendo la frustración morderle la piel. ¿Estaba destinado a repetir la misma historia? ¿A vivir atrapado en un acuerdo que al principio parecía una condena… y que ahora amenazaba con convertirse en la única razón por la que quería creer en algo distinto?
—¿Somos nosotros los que romperemos las reglas? —volvió a susurrar, con un deje de ironía amarga y esperanza entrelazada.
El silencio de la habitación lo envolvió, pero en su pecho la respuesta parecía clara: sí. Ella había llegado a romper cada una de sus defensas, a enseñarle que incluso en medio de la oscuridad podía haber una chispa de luz. Y aunque sabía que ese amor podía destruirlo, también intuía que sin él jamás lograría salvarse.
Cerró los ojos con la intención de dormir, pero no podía. Lo que menos sentía era sueño en ese momento; era como si cada latido de su corazón retumbara más fuerte que el silencio que lo rodeaba. Quiso tomar el teléfono y llamar a Aisha, escuchar su voz, repetir lo que habían hecho solo minutos antes, como si con ello pudiera prolongar la sensación de pertenencia que aún lo quemaba por dentro. Pero se contuvo. No quiso irrumpir en su descanso ni demostrar cuán vulnerable lo había dejado aquella noche.
Editado: 29.09.2025