Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

ENTRE SECRETOS Y PROMESAS

Esa mañana, Leonardo llegó al viñedo con paso ligero y una sonrisa imposible de disimular. El sol apenas asomaba entre las vides, pero en su rostro ya brillaba una satisfacción difícil de ocultar. Saludó con un leve gesto a los trabajadores que cruzaban el patio y se dirigió directamente al laboratorio principal.

Patrick Walker, uno de los enólogos más antiguos del viñedo y conocido por su precisión obsesiva con los niveles de acidez y fermentación, salía justo en ese momento con una libreta en la mano. Al ver a Leonardo, lo miró con curiosidad, ladeando la cabeza con expresión inquisitiva.

—Buenos días —dijo con tono neutral, aunque sus ojos recorrieron rápidamente el semblante inusualmente relajado del heredero.

—Buenos días —respondió Leonardo con cortesía.

Patrick entrecerró los ojos apenas, sin poder evitar comentar:

—Tiene usted buen ánimo para ser tan temprano.

Leonardo solo sonrió, sin molestarse en justificarlo.

—Hay mañanas que simplemente se sienten... bien.

Patrick asintió lentamente, como si analizara una barrica nueva.

—Claro. Supongo que todos tenemos nuestros días buenos. —Hizo una breve pausa y añadió sin ironía—. Si necesita algo, estaré en la sala de fermentación.

—Gracias —dijo Leonardo, aún con esa sonrisa tranquila.

Patrick Walker, de 56 años, era un hombre de presencia imponente a pesar de su edad. Medía alrededor de un metro ochenta y cinco, con una complexión atlética que conservaba gracias a su rutina disciplinada. Su rostro estaba surcado por arrugas finas en la frente y alrededor de los ojos, reflejo de los años y de la constante exposición al trabajo meticuloso. El cabello canoso, predominantemente plateado, lo llevaba corto y peinado hacia atrás con sobriedad elegante. Sus ojos, de un azul intenso, tenían una mirada penetrante que transmitía autoridad. La mandíbula fuerte, ligeramente cuadrada, y una barba de tres días bien cuidada le daban un aire de madurez y sofisticación. Siempre vestía con sobriedad: trajes oscuros, camisas claras, y relojes discretos pero de evidente buen gusto.

Leonardo lo observó con atención, sin olvidar que ese hombre era el padre de Mía.

Cuando Patrick se alejó, frunciendo el ceño como si intentara resolver una fórmula compleja, Leonardo se permitió una risa leve. Se quedó unos segundos mirando las colinas cubiertas de vides, mientras la brisa matinal le rozaba el rostro.

No necesitaba que nadie supiera el motivo de su sonrisa. Con una mañana como la que había tenido, el mundo podía quedarse con las dudas.

Sacudió la cabeza, intentando sacar a Aisha de su mente para concentrarse en el trabajo, pero le resultaba imposible. Sus gemidos durante la llamada telefónica de la noche anterior, sus respuestas atrevidas en los mensajes, su inquebrantable voluntad... Todo en ella lo tenía completamente hechizado. Y aunque aún no se atreviera a decirlo en voz alta, Leonardo estaba fascinado por esa mujer.

Una hora más tarde Leonardo estaba agachado junto a uno de los barriles de roble francés, inspeccionando el aroma del vino que comenzaba a madurar. Deslizó suavemente la pipeta de roble para extraer una muestra, la llevó a su copa y aspiró profundamente. El color, la densidad, el aroma… todo parecía en orden.

Entonces, su teléfono vibró en el bolsillo trasero de su pantalón. Lo tomó sin apuro, pero al ver el nombre en la pantalla frunció el ceño.

— Thomas, ¿que ocurre?

—Leonardo —la voz de Thomas sonaba tensa—. Necesito que vengas a la otra bodega. Ya. Hay algo... raro.

Leonardo se incorporó de inmediato, dejando la copa sobre la mesa de acero inoxidable.

—¿Qué tipo de “raro”? —preguntó, mientras caminaba hacia la salida.

—No lo sé aún. Uno de los empleados me llamó hace unos minutos. Dice que encontró una caja que no está en el inventario... están marcadas con iniciales que no reconozco, y el olor del lugar es extraño. Como si algo se hubiera derramado.

Leonardo apretó la mandíbula, cruzando el patio sin perder tiempo.

—¿Ya revisaste qué hay dentro?

—Estoy esperando que llegues tu o Matteo—dijo Thomas, seco—. No quiero tocar nada sin que ustedes lo vean.

—Voy en camino —dijo Leonardo, colgando sin más.

Subió a su camioneta y aceleró hacia la segunda bodega, una estructura más antigua y apartada, usada normalmente para almacenamiento y algunas reservas privadas.

Durante el trayecto, el buen humor de la mañana se disipó poco a poco. Su instinto le decía que algo estaba a punto de salir a la luz… y que no necesariamente sería algo agradable.

Mientras Leonardo avanzaba por el camino de grava que conducía a la bodega más antigua, su teléfono volvió a sonar. Esta vez era Matteo.

—¿Qué pasa, Matteo? —preguntó Leonardo, sin ocultar la impaciencia.

—Me informaron que hay una caja un poco extraña entre medio de las cajas de uvas.

—Thomas me acaba de avisar, ¿dónde estás?— Respondió Leonardo.

—Llegando a la bodega.

—Te veo ahí —dijo Leonardo y colgó.

No pasaron ni dos minutos cuando el teléfono vibró de nuevo. Era Thomas.

—¿Descubriste algo más? —preguntó Leonardo, tensando la mandíbula.

—Revisé las cajas más externas —respondió Thomas con un tono más bajo, como si temiera que alguien lo escuchara—. En uno de los pedidos de uvas que llegaron desde Sudamérica había una caja extra… no aparece en ningún manifiesto.

Leonardo redujo la velocidad de la camioneta, atento a cada palabra.

—¿Y qué tenía dentro?

—Dentro de la caja había otra, de madera oscura… sellada con clavos viejos. Parece muy antigua. Y en la tapa hay cuatro letras grabadas: L. L. R. D.

Un frío inexplicable recorrió la espalda de Leonardo.

—¿Estás seguro de las letras? —su voz sonó más áspera de lo que quería.

—Completamente. Las tallaron con fuerza, como si quisieran que resistieran al tiempo.

Leonardo pisó el freno con tal brusquedad que la camioneta derrapó unos centímetros sobre la grava, deteniéndose justo frente a la bodega. El silencio de la mañana se tornó pesado, como si hasta el aire supiera que aquello no era un hallazgo cualquiera.




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