Carl llegó agotado, pasadas las siete de la tarde. Al entrar en la sala, encontró a Aisha sentada frente al televisor.
—Hola, papá —saludó ella con cierta nerviosidad al verlo aparecer.
—Hola, hija —respondió Carl con tono serio, clavando en ella una mirada inquisitiva—. Veo que hoy, al menos, no me estás evitando.
—Papá… —intentó decir Aisha, bajando la vista.
—No, Aisha —la interrumpió, con firmeza—. No me des ninguna excusa sobre por qué regresaste tan tarde anoche. Y si vas a mentirme, prefiero que guardes silencio.
Ella respiró hondo, buscando calma antes de responder.
—No pensaba mentirte. Y si quieres saber dónde estuve… fui a cenar con Leonardo. No te lo mencioné porque sabía que ibas a comportarte como si yo fuera una niña a la que tienes que proteger.
—Entiendo… —dijo Carl, lanzando las llaves sobre la mesa de centro con un golpe seco—. Me doy cuenta de que estás olvidando tus prioridades por una aventura pasajera.
—¡No es así! —exclamó Aisha, poniéndose de pie de inmediato.
—¿No? —replicó él, mirándola con dureza—. No te engañes, hija. Estás más preocupada por Leonardo que por descubrir la verdad acerca de la muerte de tu madre.
Aisha rodó los ojos con fastidio, intentando contener la rabia.
—No quiero discutir, papá. Además, ¿cómo se supone que voy a descubrir la verdad si ni siquiera tenemos un plan?
—Acércate a la gente que trabajaba en esa época en las bodegas —respondió Carl con voz firme, casi en un susurro cargado de ira—. Tienes que averiguar quién más estuvo en esa maldita cata.
—¿Y si no queda nadie de esa época? —replicó Aisha, alzando la voz—. Tal vez Enzo despidió a todos los que sabían la verdad.
—No lo creo —contestó Carl con frialdad—. Había más enólogos. Si no están ellos, estarán sus hijos.
—De acuerdo… —cedió Aisha tras un largo silencio, aunque su voz tembló—. Veré qué hago una vez que me case con Leonardo.
Carl la miró incrédulo, como si esas palabras hubieran sido un golpe directo.
—¿“Verás lo que haces”? —repitió, indignado—. ¿De verdad acabas de decir eso, como si tu madre no valiera la pena?
—¡No quise decir eso! —exclamó Aisha, sintiendo un nudo en la garganta y en el pecho.
—No quisiste, pero lo dijiste… —respondió él, con una mezcla de decepción y rabia contenida—. Si todo esto es demasiada carga para ti, quizá deberíamos replantearnos la idea del matrimonio. Tal vez todo fue muy apresurado y yo no lo pensé bien.
Las palabras de Carl la atravesaron como cuchillas. Aisha abrió los ojos, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
—¿En serio me estás diciendo eso ahora? ¡Cuando ya tengo todo listo! —su voz se quebró al final, revelando la tormenta que intentaba contener.
Se giró, caminó unos pasos y se sostuvo del respaldo del sofá, como si necesitara un punto fijo para no derrumbarse. En su interior, dos fuerzas opuestas la desgarraban: la necesidad de descubrir qué había pasado con su madre y el amor inesperado, pero arrollador, que sentía por Leonardo. Había soñado tantas veces con él, lo había esperado en silencio durante años, y ahora que lo tenía cerca, que podía tocarlo, que por fin podía ser suya… ¿cómo iba a elegir entre esa felicidad y la promesa silenciosa que le debía a su madre?
Sentía que el corazón le latía en dos direcciones contrarias. Por un lado, la lealtad a la memoria de su madre, el dolor de tantas preguntas sin respuesta, y la mirada severa de su padre, recordándole que su vida no le pertenecía del todo. Por el otro, el calor de Leonardo, su ternura, esa sensación de que con él todo podía ser distinto, libre, sin cadenas.
La sensación todavía vibraba en su piel, el recuerdo fresco del placer que había experimentado menos de una hora antes cuando, en los brazos de Leonardo, habían cruzado esa línea invisible: las manos explorando sin miedo, los labios buscándose con hambre, la respiración entrecortada. Era como si su cuerpo aún ardiera, aunque ahora se encontraba frente a su padre, atrapada entre dos mundos irreconciliables.
Se volvió hacia Carl, los ojos humedecidos, pero con una chispa de rebeldía que no pudo reprimir.
—No me digas que no pienso en mamá, porque lo hago todos los días. Cada vez que cierro los ojos la veo, aunque no tengo un recuerdo real de ella. Pero no me pidas que renuncie a lo único que me hace sentir viva ahora mismo. No puedo, papá. No quiero elegir entre ella y él… —su voz se quebró, desgarrada—. Y si me obligas a hacerlo, temo que voy a perderme a mí misma en el intento.
Carl la observó en silencio, apretando la mandíbula. No era la respuesta que esperaba, pero en los ojos de su hija reconoció la misma fuerza —y el mismo dolor— que alguna vez conoció en la mujer que había amado y perdido. Esa semejanza lo atravesó como un puñal.
—¡Es un Russo, maldita sea! —rugió al fin, golpeando el respaldo del sofá con la palma abierta—. Ese maldito apellido pesa, y significa cualquier cosa menos amor, comprensión o fidelidad.
—¡Leonardo no tiene la culpa de haber nacido en esa familia! —replicó Aisha con un grito que la sorprendió incluso a ella. La sangre le hervía, como si por primera vez se atreviera a desafiar a su padre de frente.
—No vamos a llegar a ninguna parte… —dijo Carl finalmente, con la voz rota por un cansancio más emocional que físico. Bajó los hombros, derrotado, y se encaminó hacia la cocina—. Iré a preparar la cena.
Aisha se dejó caer en el sofá, con las manos temblando. Sintió que el aire le faltaba, como si su padre le hubiera robado el oxígeno con cada palabra dura. Tenía ganas de gritar, de llorar, de correr a los brazos de Leonardo y hundirse en la calma que solo él parecía darle. Pero sabía que Carl no iba a ceder, y que la guerra apenas comenzaba.
Se levantó lentamente, como si el peso de la discusión la aplastara, y caminó hacia las escaleras. Cada paso resonaba en la casa silenciosa, marcado por la tormenta que llevaba dentro. Se debatía entre el amor, la pasión y el deseo que la arrastraban hacia Leonardo —ese hombre que le hacía sentir viva, libre, capaz de olvidar el mundo— y la lealtad inquebrantable que sentía hacia su padre, hacia esa promesa silenciosa de honrar la memoria de su madre.
Editado: 29.09.2025