Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

SOMBRAS Y FUEGO

Aisha doblaba su ropa con movimientos mecánicos, mientras la idea de vivir en la mansión D'Arcy la hacía sentirse abrumada. Le habría gustado un lugar más pequeño, más sencillo… menos cargado de historia y secretos. Al menos no tendría que compartir techo con los fantasmas de la mansión Russo.

Un golpe seco en la puerta la sobresaltó.

—Pasa —dijo, tratando de mantener la voz firme.

—La cena está lista —anunció Carl con frialdad, sus ojos fijos en ella como si evaluara cada uno de sus gestos.

—No tengo hambre —respondió Aisha, sin girarse, notando cómo un silencio pesado se instalaba entre los dos.

—Te estaré esperando abajo. No te tardes —replicó Carl, con una calma que resultaba más amenazante que cualquier grito, antes de cerrar la puerta tras de sí.

Soltó un suspiro y, antes de que saliera de la habitación, su celular vibró. Lo tomó de inmediato con la esperanza de que fuera Leonardo, pero no… era su amiga Amy.

—Hola, Emy.

—¡Amiga! —exclamó con entusiasmo—. Tengo todo listo. Pedí permiso para faltar mañana, así que llegaré temprano a Richmond. ¿Me vas a ir a buscar?

—Tengo que pasar por el hospital, pero puedes decirle al taxista que te deje en el hotel Jefferson.

—¿Al hospital? ¿Te sientes mal?

Aisha se dejó caer al borde de la cama.

—No… es solo una cita con la ginecóloga. Para cuidarme, ya sabes…

—¿Para qué necesitas una ginecóloga? Podrías usar el mismo método que usabas con Bradley.

—Nunca me cuidé cuando estaba con él. Era él quien usaba protección.

—Y ahora no quieres que tu esposo use condón, porque a él sí quieres sentirlo sin nada de por medio, ¿verdad? —bromeó Amy con picardía—. Debes amarlo mucho.

Aisha se sonrojó al instante. Guardó silencio, agradeciendo que Amy no pudiera verla.

—Espero que tengas un buen viaje —murmuró, intentando cambiar de tema.

—Aisha… ¿qué es lo que no me estás diciendo? —insistió su amiga, divertida—. ¡Estás enamorada! Por eso te vas a casar, ¿cierto?

—Hablaremos cuando estés aquí. Hay cosas que quiero contarte en persona.

—¿Pasa algo malo?

—No.

—Ay, amiga… me ocultas algo. ¡Oh, por Dios! ¡Te acostaste con él, ¿verdad?!

—¡No! —respondió atropellada—. Quiero decir… hemos hecho otras cosas.

El recuerdo de la tarde en el sofá con Leonardo la estremeció.

—¿Qué cosas? —preguntó Amy, muerta de curiosidad.

—No te lo voy a contar, es privado.

—¿Se lo chupaste?

—¡Amy! —exclamó Aisha, entre risa y escándalo—. No seas vulgar.

Desde el otro lado de la línea se escuchó la fuerte carcajada de Amy, mientras Aisha, con las mejillas rojas como un tomate, apretaba el celular contra su oído.

—No estoy siendo vulgar, estoy siendo honesta. Y tú no me has respondido… ¿Lo hiciste, verdad? —insistió Amy, con esa curiosidad que la caracterizaba.

—Cállate, no voy a decirte nada.

—Ok… —respondió, fingiendo rendirse.

Hubo un silencio breve, pero no tardó en romperlo con un grito repentino:

—¡Un momento! ¿Dijiste hotel Jefferson? ¿No vamos a tu casa?

—No —contestó Aisha, intentando sonar tranquila—. Leonardo insiste en que pasemos la noche en el hotel.

—¡¿Cómo que hotel?! ¡Yo ya me había imaginado desayunando en tu cocina con vistas al bosque, en pijama, con tu perrito a los pies!

—¿Cuál perrito? —preguntó Aisha con curiosidad.

—Jack... así se llamaba, ¿verdad?

—Sí, así se llamaba, y murió de viejito. No hay ningún perro en casa en estos momentos.

—Qué pena, me caía bien ese Golden retriever.

—Y yo lo amaba —respondió Aisha, recordando que algunos de los momentos más felices de su adolescencia habían sido en compañía de ese perro.

De repente recordó las palabras de Melissa el día anterior:

Leonardo amaba los perros. Cuando era niño, había dos golden retriever y un labrador que solían jugar con él como si fueran niños también. Pero… la felicidad de los inocentes es molesta para las personas despiadadas

Su abuelo Lucas. Cuando se dio cuenta de que esos animales hacían feliz a su nieto, ordenó que se deshicieran de ellos. El señor Lambert, temeroso de que Lucas pudiera hacerles daño, los llevó a su propia casa. Cuando Leonardo lloraba de tristeza por extrañar a sus inseparables amigos, su abuelo trajo dos rottweilers… y uno de ellos lo mordió en la pierna. Desde entonces, Leonardo se alejó de los perros.”

Aisha sintió una punzada de rabia hacia Lucas Russo por su crueldad con un niño inocente y, al mismo tiempo, una tristeza honda por Leonardo. Ni siquiera le habían permitido disfrutar de la felicidad sencilla que daban tres criaturas tan puras como aquellos perros.

Soltó un suspiro, y Amy sin saber la mezcla de sentimientos que la invadía a su amiga, comentó con dramatismo fingido:

—Y ahora resulta que tengo que comportarme como una señora elegante en un hotel histórico… ¡con mayordomos y cuadros antiguos que parecen seguirte con la mirada!

Aisha no pudo evitar soltar una carcajada. En silencio, agradeció tener a Amy; siempre lograba hacerla reír en los momentos menos esperados, como si supiera exactamente cuándo rescatarla de sus propios pensamientos.

—Sí, creo que sí.

—Entonces quiero una cama con sábanas blancas, bata de toalla y desayuno en la habitación. Que se note que tengo una amiga que se casará con uno de los herederos Russo. Futura señora Russo.

Aisha tragó saliva. Un nudo le oprimió la garganta. ¿Qué pensaría Leonardo si ella se rehusaba a llevar el apellido Russo después de casarse? No quería hacerlo. Quería conservar su propio apellido, el de su padre.

—Aún no soy una Russo— se limito a decir

—Pero ya te comportas como una.

Aisha suspiró y miró por la ventana. Afuera ya estaba oscuro.

—Ojalá supiera cómo comportarme.

—Solo sé tú. Con eso basta.

Siguieron hablando un rato más. Amy no volvió a presionar, así que conversaron sobre cosas sin importancia. Finalmente se despidieron.




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