Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

EL CORAZÓN NO SE NEGOCIA

A la mañana siguiente, Aisha descendió por las escaleras cargando una maleta, una mochila y la funda blanca que resguardaba su vestido de novia. Cada paso resonaba en la casa como un anuncio silencioso de que algo estaba por cambiar. Carl, aún en casa antes de partir al viñedo, la miró con el ceño fruncido, como si frente a él se encontrara una criatura extraña.

—¿Adónde vas a esta hora? —preguntó con voz grave, fijando la vista en el reloj de pared, que marcaba apenas las ocho pasadas.

—Buenos días —respondió ella, sin detenerse—. Voy a Richmond.

—¿Cómo que a Richmond? —replicó, la incredulidad endureciendo sus facciones—. ¿Acaso piensas quedarte en la casa de Leonardo?

—No. —Aisha respiró hondo, conteniendo la irritación que crecía en su pecho—. Y antes de que empiece una nueva discusión, te aviso que Amy llegará a Richmond y quiero esperarla.

—¿Y dónde se quedarán? —insistió Carl, ladeando la cabeza con suspicacia.

—En un hotel —contestó ella con firmeza, sin apartar la mirada.

—¿Por qué? ¿Acaso tu amiga no puede venir hasta aquí? —replicó Carl, con ese tono seco que ya le era habitual.

—Carl, no tengo energía para discutir otra vez contigo —respondió ella con calma, aunque en su voz se percibía un cansancio profundo—. Sé que no vamos a llegar a ninguna parte.

Él suspiró, vencido, como si cada palabra le arrancara un pedazo de voluntad.

—Está bien… —cedió al fin—. ¿Quieres que te lleve a Richmond?

—No, Mark vendrá por mí —dijo Aisha con naturalidad, intentando sonar indiferente.

Al despertar, encontró un mensaje de Leonardo. Un sencillo “buenos días” seguido de la confirmación: Mark salió de Richmond hacia Charlottesville para recogerte. Aisha había sonreído apenas, sintiendo un calor secreto en el pecho.

Carl, al escuchar el nombre, frunció el ceño.

—¿Quién es Mark?

—El chófer de Leonardo —respondió ella sin dudar, aunque en el fondo sabía que para su padre, cada detalle ligado a Leonardo era como una astilla que no lograba arrancarse.

—Ya veo… Es un hombre considerado, teniendo en cuenta que no eres su prometida por elección —comentó Carl, con una frialdad que atravesó la habitación como un filo invisible.

Aisha rodó los ojos, sabiendo que aquella batalla estaba por comenzar.

—No soy su prometida por elección porque otros decidieron por nosotros —respondió ella, y en su voz había veneno y herida, como si cada palabra fuese un recordatorio de la cárcel que habían querido imponerle tanto a ella como a Leonardo.

—Tienes razón —refunfuñó Carl, mientras se acomodaba la chaqueta con movimientos tensos.

—Por supuesto que la tengo.

—Pero el amor y la honestidad sí son una elección… y estoy seguro de que él no lo siente, ni lo sentirá jamás por ti.

Las palabras fueron como un golpe sin manos. Aisha lo miró, incrédula, mientras el eco de aquella sentencia retumbaba dentro de ella.

—¿Es porque soy una don nadie? —susurró, y su voz quebrada parecía la de una niña frente a un muro demasiado alto.

Carl la observó con dureza, con un brillo cruel en los ojos.

—Eres inferior a él, Aisha. No lo olvides nunca. Sus mundos son diferentes, sus vidas son diferentes. No te engañes creyendo que eres especial para él. Estoy seguro de que hubo mujeres mejores que tú en su vida.

Las lágrimas ardieron en los ojos de Aisha, aunque se negó a dejarlas escapar. Sentía que la herida se abría en lo más hondo de su ser, no solo por lo que decía su padre, sino porque temía que hubiera un eco de verdad en sus palabras. Y sin embargo, algo dentro de ella también se rebelaba: un susurro obstinado que le recordaba la manera en que Leonardo la miraba, como si todo el universo pudiera caber en sus pupilas.

¿De verdad podía ser inferior a alguien si en sus brazos había sentido la eternidad?

—¿En serio soy tan insignificante como para que un hombre como Leonardo Russo no ponga los ojos en mí? —la pregunta de Aisha se quebró en el aire como un cristal arrojado al suelo.

—Yo… —Carl titubeó. Se dio cuenta demasiado tarde de que había herido a su hija, y en su garganta las palabras se quedaron atrapadas, sin saber cómo rescatarla ni cómo rescatarse él mismo.

Aisha lo miró fijamente, dolida. Sus ojos avellana parecían buscar en el rostro de su padre algún rastro del hombre que alguna vez creyó que la protegería del mundo. Pero lo único que encontró fue silencio. Un silencio pesado, cruel. Durante unos segundos no dijo nada; solo lo observó, como si intentara comprender cómo habían llegado hasta allí: dos extraños que compartían la misma sangre pero no el mismo corazón.

—¿Sabes qué? —dijo al fin, con la voz temblorosa, pero cargada de reproche—. Por tu culpa estoy metida en todo esto, Carl. Por ti.

El nombre, pronunciado sin el peso de amor paternal, cayó como una sentencia entre ellos.

Carl frunció el ceño, desconcertado, sintiéndose por primera vez verdaderamente desnudo ante su hija. Abrió la boca, pero ella no le concedió espacio para replicar.

—Tú fuiste quien aceptó este trato. Tú fuiste quien me entregó como si no fuera más que una pieza en tu tablero, un sacrificio necesario para descubrir lo que tú no pudiste. Yo solo estoy cumpliendo con lo que tú elegiste por mí. —Las lágrimas brillaban en sus ojos, pero no cayeron; se mantuvieron firmes, como si hasta el dolor se negara a rendirse—. Así que no me vengas ahora con recriminaciones, como si tuviera la obligación de explicarte lo que siento, cuando fuiste tú quien me negó el derecho a elegir.

Carl apretó los labios. Su hija se había convertido en un espejo en el que no quería mirarse. Incapaz de sostenerle la mirada, bajó los ojos hacia el suelo, como si allí pudiera hallar un rincón donde esconder su vergüenza. Pero el peso de las palabras de Aisha lo perseguía, y en el fondo supo que lo dicho ya no podía deshacerse: el vínculo entre ellos estaba marcado de cicatrices.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.