Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

LA ÚLTIMA NOCHE DE SOLTERO

Cerca de las ocho de la noche Leonardo colocó dos platos de pasta sobre la encimera de la cocina, mientras Colin descorchaba una botella de vino de la reserva 2002 del viñedo D’Arcy.

—Esta botella tuvo que esperar veinte años para ser abierta —comentó Colin, sirviendo un poco en ambas copas de cristal.

—Es una ocasión especial —respondió Leonardo.

—Por supuesto. No todos los días se celebra una despedida de soltero tan... —Colin miró a su alrededor, buscando algo que le ayudara a no decir aburrida.

—Sé que querías ir a un club a ver chicas con poca ropa —dijo Leonardo, arqueando una ceja—, pero no es mi estilo.

—Lo sé. Lo tuyo es quedarte en esta mansión embrujada —replicó Colin con una sonrisa cómplice.

Leonardo apenas esbozó una sonrisa. Había pasado la tarde entera encerrado en el despacho, repasando cada línea de aquel acuerdo. Dudaba de su legitimidad; quizá no era legal en absoluto, o tal vez sí lo fuera gracias a algún abogado sin escrúpulos sobornado por Lucas. En cualquier caso, poco importaba ya.

Tomó su copa y la alzó hacia Colin.

—Por los años que vienen... y por los que ya no volverán.

Colin chocó su copa suavemente con la de él.

—Y por las promesas que aún no entendemos del todo.

Bebieron en silencio por unos segundos. Afuera, el viento mecía las ramas y los manzanos frente a la casa, y el crepitar del fuego en la chimenea llenaba los huecos del silencio.

—¿Recuerdas la última vez que estuvimos en la casa de los bisabuelos los tres juntos? —preguntó Colin, con la mirada perdida en un punto invisible de la cocina, como si intentara atrapar una sombra del pasado.

—Claro que sí —respondió Leonardo con un dejo de melancolía—. Fue mi último verano antes de que muriera la abuela. Tú apenas tenías cuatro años… y estabas empeñado en dormir en la bodega porque jurabas que ibas a encontrar un fantasma.

Colin esbozó una sonrisa breve.

—Y tú me dejaste solo allí abajo, con una vela y una manta.

Leonardo dejó escapar una risa apagada.

—Te lo merecías por robarme el cuaderno de dibujos.

—No fui yo, fue Matteo —replicó Colin, su expresión se ensombreció—. Pero me culpó… recuerdo que lloré cuando se burló de ti, leyendo en voz alta una de tus cartas para tu madre.

El silencio cayó como un velo. Leonardo bajó la vista hacia la copa de vino, donde el líquido oscuro parecía un mar agitado que contenía demasiadas memorias.
Sabía que Colin decía la verdad. Había sido el saco de boxeo de Matteo en todos los sentidos: golpes, burlas, humillaciones.

—Yo también lloré al escribir esa carta —confesó con la voz grave, casi rota.

Colin, con un gesto instintivo, acercó su mano y la apoyó en el hombro de su hermano, como si quisiera recordarle que esta vez no estaba solo.

—Leo... No sé si mañana estarás haciendo lo correcto, pero si alguien merece una oportunidad de ser feliz, eres tú.

—¿Aunque parezca una locura?

—Justamente por eso.

Leonardo lo miró. Había algo en los ojos de su hermano menor que lo desarmaba. Tal vez era la pureza. Tal vez era el recuerdo de lo que no pudieron ser.

—Gracias, Colin.

—No me agradezcas ahora. Agradeceme cuando todo esto pase y sigas siendo el mismo cabrón testarudo, pero feliz.

Ambos rieron. Luego, el silencio volvió a posarse entre ellos. No hacía falta decir más. La noche estaba llena de significados ocultos.

—Es mejor que empecemos a comer, no quiero tener que calentar la cena —dijo Leonardo.

—Estoy ansioso por probar la famosa “pasta a la Leonardo” —comentó Colin, tomando el tenedor y enredando con destreza los fideos.

Tras llevarse el primer bocado a la boca, exclamó:

—Mmm, delicioso. Tu esposa se sacó la lotería contigo, Leo. Cocinas demasiado bien.

Leonardo sonrió, recordando cuando Aisha, algo avergonzada, le confesó que no sabía cocinar. Él, con ternura, se había ofrecido a enseñarle.

Guardó silencio mientras llevaba un bocado a su boca.

—¿Te puedo preguntar algo, Leo? —dijo Colin, agarrando la servilleta para limpiarse los labios.

—Dime —respondió Leonardo, tomando su copa de vino.

—¿Por qué nunca te llevaste bien con Matteo?

La pregunta lo tomó por sorpresa.

—¿De qué hablas?

—De lo que veo. Siempre hay una tensión entre ustedes. Una especie de frialdad... como si uno siempre estuviera esperando que el otro cometiera un error.

Leonardo bajó la vista por un segundo, luego la volvió a levantar con calma.

—A pesar de tener solo cuatro años, recuerdo perfectamente lo que te hacía… —Colin se detuvo un instante, como si la memoria todavía le pesara—. ¿Te acuerdas cuando estábamos en el viñedo y él comenzó a provocarte hasta que caíste en su juego y terminaron peleando?

—Lo recuerdo —respondió Leonardo con un dejo de tristeza en la voz.

—Matteo levantó una pala para golpearte en la cabeza —añadió Colin, con seriedad.

—Pero Evelyn estaba ahí —murmuró Leonardo—. Le arrebató la pala y lo regañó por su agresividad.

—Sí… también lo recuerdo —asintió Colin.

Leonardo lo miró con sorpresa.

—¿De verdad lo recuerdas? Tenías apenas cuatro años. Yo también tengo memorias de esa época, aunque son confusas, borrosas… nunca tan precisas como las que mencionas.

—Tengo buena memoria, Leo —respondió Colin con calma—. Y ¿sabes algo? Siempre creí que cuando te fuiste a Italia, al madurar, las cosas cambiarían entre ustedes. Pensé que al hacerse adultos dejarían esas rivalidades atrás. Pero parece que no… y eso me entristece.

—Matteo y yo somos muy distintos. Si me preguntas si hubiera querido una relación más cercana, te diría que sí… pero eso nunca pasó. Tal vez porque no crecimos juntos, tal vez porque tuve que marcharme a otro país sin comprender por qué. Supongo que ya es tarde para cambiarlo.

—Tú y yo tampoco crecimos juntos —replicó Colin con suavidad.

—Es diferente. Tu madre siempre quiso que Matteo y yo estuviéramos en tu vida. A diferencia de Celine... Evelyn siempre fue más amable, más dulce conmigo.




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