El auto se detuvo frente a la majestuosa entrada de la mansión. La fachada, imponente, se alzaba ante ella tal como Aisha la recordaba; los cipreses vigilaban el camino como centinelas silenciosos, y las bugambilias teñían de color la senda hasta la puerta principal, como si quisieran guiarla.
Inspiró hondo, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho con fuerza y los nervios la recorrían como electricidad. Cada segundo que pasaba parecía alargar el instante, haciéndola consciente de que estaba a punto de enfrentarse a algo que podría cambiarlo todo.
Aisha descendió del auto con la ayuda de Amy. Cada paso de sus tacones sobre el empedrado resonaba como un tambor de guerra, marcando el pulso de su corazón. El vestido parecía pesar toneladas sobre sus hombros, y el aire le ardía en la garganta; cada bocanada era un recordatorio de lo nerviosa que estaba. Sintió que el mundo se estrechaba a su alrededor y que apenas podía respirar.
—Estoy… muy nerviosa —susurró, deteniéndose, la voz apenas audible.
Amy apretó su mano con firmeza, transmitiéndole una seguridad que Aisha necesitaba.
—Respira. Todo estará bien. Estás aquí por decisión propia… y mira quién te espera.
Y entonces lo vio.
Leonardo estaba allí, al pie de la escalinata, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos. Aisha sintió cómo el corazón le martillaba en el pecho, pero al mismo tiempo algo en su interior se calmaba, como si la simple presencia de él pudiera sostenerla.
El traje azul medianoche se ceñía con impecable elegancia a su figura. La camisa blanca, inmaculada, y la corbata de seda a juego lo envolvían en solemnidad, pero fue su mirada la que la dejó sin aliento. No era su porte, ni su impecable presencia… era él, entero, con todo lo que había vivido y sufrido, mirándola como si ella fuera lo único que importaba.
Cuando sus ojos se encontraron, el mundo desapareció. No hubo murmullos ni escaleras, ni siquiera el cielo sobre sus cabezas. Solo él: Leonardo Russo, con el corazón en la mirada, esperándola.
Aisha sintió que el miedo se disolvía como la niebla al amanecer. Supo entonces que, pasara lo que pasara, no estaba sola.
Él dio un paso hacia ella, con una sonrisa amplia, y en ese gesto había promesa, refugio… y futuro.
—Estás aquí —dijo él con una gran sonrisa, la voz teñida de alivio y emoción.
—Eso creo… —respondió ella, nerviosa, con una tímida sonrisa que apenas lograba ocultar el temblor en su voz.
Leonardo le tomó la mano con naturalidad, como si siempre le hubiera pertenecido. Aisha lo miró fijamente, y por un instante, las palabras que había leído en el diario de Diana cruzaron su mente: la imagen de Luigi sosteniéndolo en brazos al nacer, el amor incondicional de Alexandra por él. Entonces, una pregunta la golpeó con fuerza: ¿cómo pudieron dejarte solo? Y en silencio, sin decirlo en voz alta, se prometió a sí misma: nunca te dejaré, mientras me permitas estar a tu lado.
—Estás… guau —murmuró él, incapaz de contenerse—. Pareces un sueño hecho realidad. Estás hermosa.
Con un gesto delicado, llevó la mano de Aisha a sus labios y besó suavemente sus nudillos.
—Gracias… —susurró ella, bajando la mirada antes de añadir con timidez—. Tú estás realmente guapo.
Él sonrió aún más, esa sonrisa amplia que iluminaba todo a su alrededor, y se inclinó hacia ella, acercándose como si no existiera nadie más en el mundo
Carl carraspeó, incómodo, recordándoles con ese gesto seco que estaba allí.
—Carl, bienvenido —dijo Leonardo, tendiéndole la mano.
—Gracias —respondió él. Ambos se estrecharon la mano con un gesto breve y contenido. El apretón fue correcto, pero frío, cargado de la distancia que ninguno intentó disimular.
Leonardo se volvió entonces hacia la joven que acompañaba a Aisha.
—¿Tú eres…?
—Amy Whitaker, la mejor amiga de Aisha —respondió ella con una sonrisa nerviosa, al tiempo que le ofrecía la mano.
—Un gusto conocerte, Amy —dijo Leonardo con gentileza. Su sonrisa tenía un magnetismo que desarmaba, y Amy sintió un leve temblor en las piernas. Leonardo Russo era, sin duda, aún más atractivo en persona de lo que había imaginado.
Pero el instante quedó roto por una voz grave, impregnada de falsa calidez, que se alzó desde lo alto de la escalinata:
—Aisha, querida…
El corazón de Aisha dio un vuelco. Reconoció de inmediato esa voz, grave y venenosa. Un escalofrío helado le recorrió la espalda.
—Enzo —pronunció, forzando una sonrisa, mientras por dentro el odio hacia ese hombre la consumía.
Quiso estrangularlo en ese mismo instante, recordando cada humillación que había hecho pasar a su madre, cada sombra de temor que él y Lucas habían sembrado en la vida de Diana. Lucas ya estaba muerto y con él se había ido la posibilidad de hacerle pagar por el daño causado… pero Enzo no. Y sabía, con la certeza de un juramento silencioso, que el día llegaría: lo haría pagar, vengaría a su madre, sin importar cómo ni cuándo.
—Qué gusto tenerte de vuelta… y en estas circunstancias —dijo el patriarca de los Russo, descendiendo con los brazos abiertos y una sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos.
Aisha mantuvo su rostro sereno, ocultando la tormenta que rugía en su interior. Pero algo en ella, una voz ancestral y firme, le gritaba que se mantuviera alerta… que se alejara de aquel hombre.
Enzo vestía con la impecable elegancia que lo caracterizaba: un traje negro hecho a medida que se ceñía con precisión a su figura, acompañado de una camisa blanca impoluta. El chaleco color burdeos y la corbata a juego aportaban un matiz de sobriedad distinguida, un detalle que rompía la severidad del negro con un aire de poder cuidadosamente calculado.
Detrás de él, Matteo aguardaba, vestido en perfecta sintonía con su padre. Su porte impecable solo reforzaba aquella mirada fría y calculadora que lo hacía impenetrable, imposible de leer, como si siempre supiera más de lo que dejaba ver.
Editado: 25.09.2025