De camino al hotel, ambos viajaban en completo silencio. Era un silencio cargado, denso, como si hablar fuera insuflar palabras que no podrían reparar lo sucedido. Ninguno quería empezar, temiendo que cualquier frase pudiera encender la chispa que aún ardía entre ellos.
Habían esperado la ceremonia de la boda con ansiedad e ilusión, solo para ver cómo frente a sus ojos se transformaba en una pesadilla. Y, como si fuera la guinda amarga del pastel, Matteo había logrado provocar a Leonardo hasta llevarlo a los golpes, desatando la tormenta contenida que ambos llevaban dentro.
Aisha apoyó la cabeza ligeramente contra el respaldo, cerrando los ojos un instante, tratando de ordenar sus pensamientos. Leonardo, con el puño aún ligeramente apretado, miraba la carretera sin realmente verla, cada fibra de su cuerpo temblando de rabia y frustración contenida.
El silencio continuó, pesado y necesario, mientras la noche los envolvía, como si el mundo entero hubiera decidido contener la respiración junto a ellos.
—Deberías bajar un poco la velocidad —dijo finalmente, con una voz suave pero firme—. No quiero que provoques un accidente.
Leonardo parpadeó como si despertara de un trance, los nudillos aún blancos sobre el volante.
—Disculpa… no era mi intención asustarte —respondió sin mirarla, con la mandíbula tensa.
—Ya hablaremos de eso. Solo reduce la velocidad del auto.
Él asintió en silencio y, al levantar el pie del acelerador, el motor dejó escapar un leve suspiro. El paisaje, antes una fuga desenfrenada de luces y sombras, pareció calmarse con ellos.
—Creo que así está mejor —murmuró Aisha, sin apartar la vista del camino.
El silencio volvió a instalarse entre ambos, pero ya no era un silencio violento. Era un silencio cansado, pesado, como si las palabras se hubieran agotado tanto como ellos.
Aisha cerró los ojos un momento, deseando que el día terminara de una vez, como si la oscuridad pudiera tragarse los recuerdos de la fiesta, de Enzo, de Matteo, de la rabia y el dolor.
Leonardo, en cambio, mantenía los ojos fijos en la carretera. Se debatía entre la necesidad de explicarle todo y el miedo a decir algo que la alejara aún más. Cada kilómetro que avanzaban lo hundía en esa disyuntiva: callar y perderla lentamente, o hablar y arriesgarse a romper lo poco que aún quedaba en pie.
Llegaron al hotel en completo silencio. El único sonido era el del motor apagándose y el golpecito suave del intermitente cuando Leonardo estacionó frente a la entrada. Ninguno de los dos se movió de inmediato. Aisha abrió la puerta primero, sin mirarlo, y caminó hacia el vestíbulo. Leonardo la siguió con pasos pesados, como si cada uno le costara más que el anterior.
Subieron en el ascensor sin decir una palabra. Al llegar a la habitación donde Aisha se hospedaba, ella abrió la puerta y entró, dejando que él la siguiera. Cerró con suavidad detrás de él, y por un momento, solo se escuchó el zumbido tenue del aire acondicionado.
Aisha se quitó los zapatos y caminó hacia la ventana. Miró hacia la ciudad silenciosa, como si buscara allí una respuesta que no llegaba.
Leonardo permaneció de pie cerca de la puerta, inmóvil, observando cómo ella dejaba caer los zapatos a un costado y se aferraba al alféizar de la ventana. La luz tenue de la lámpara dibujaba su silueta, y él sintió un nudo formarse en la garganta: quería acercarse, pero no sabía si tenía derecho a hacerlo.
—Aisha… —su voz fue apenas un murmullo, ronco, como si temiera quebrar el silencio.
Ella no se volvió. Sus ojos estaban clavados en el horizonte, en esa oscuridad salpicada de luces lejanas que parecía burlarse de lo pequeña que era su propia vida comparada con los secretos y la violencia que la rodeaban.
—Estoy cansada, Leonardo —dijo finalmente, sin emoción, pero con un filo invisible que lo atravesó de lleno.
Él apretó los puños, respiró hondo y dio un paso hacia ella.
—Lo sé. Y lo siento —respondió, con una sinceridad desnuda que pocas veces había dejado escapar.
Aisha cerró los ojos un instante, como si quisiera creerle… o como si quisiera protegerse de él. No contestó.
El silencio se alargó, tenso, hasta que fue imposible sostenerlo. Ambos estaban allí, bajo el mismo techo, pero separados por una distancia que dolía más que cualquier golpe recibido aquella noche.
La boda había terminado, sí. Pero lo verdaderamente difícil apenas estaba comenzando.
—¿Por qué golpeaste a Matteo? —preguntó de pronto, sin darle espacio para evadir.
—Tú también lo golpeaste —respondió él con una sonrisa cansada, casi rota.
—Me defendí. Él me apretó la muñeca, además me insultó… me llamó puta caliente en busca de atención —respondió ella, con la voz temblando de rabia y humillación.
Leonardo apretó los puños con tal fuerza que sus nudillos se tornaron blancos. La furia le ardía en la sangre; no solo lo atacaba a él con palabras crueles, ahora también había ensuciado el nombre de Aisha. Y eso era imperdonable.
—Entonces dime por qué lo golpeaste tú —insistió ella, sin apartar la mirada.
—Porque me provocó. Porque dijo cosas que… que no tenía derecho a decir.
—No parecía solo por eso —replicó ella, girándose hacia él con el ceño fruncido—. Parecía personal. Como si arrastraran algo desde hace años.
Leonardo levantó la vista. Sus ojos estaban opacos, cargados de un cansancio antiguo, como si la herida llevara toda una vida sangrando en silencio.
—Es personal —admitió en voz baja—. Desde que tengo memoria, Matteo se encargó de recordarme que no pertenezco. Que no soy uno de ellos. Lo hacía cuando éramos niños… y lo sigue haciendo ahora.
Aisha lo observó en silencio. Había esperado evasivas, excusas, cualquier cosa menos la crudeza con la que lo estaba diciendo.
Recordó lo que Colin y Evelyn le habían confiado, y una oleada de compasión la envolvió al pensar en el niño que alguna vez fue Leonardo: aquel pequeño condenado a pagar las culpas de su madre con el desprecio de toda una familia.
Y, al mismo tiempo, sentía que el odio hacia Matteo se intensificaba en su pecho. No solo había maltratado a Leonardo en la infancia, sino que aún hoy seguía empeñado en humillarlo, como si nunca hubiera dejado de disfrutar de su sufrimiento.
Editado: 25.09.2025