Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

LA SUPLICA QUE NO LLEGÓ

Al mediodía, Aisha abrió los ojos con pereza, todavía envuelta en el sopor de un sueño pesado. Extendió la mano instintivamente hacia el otro lado de la cama, pero el lugar estaba frío, vacío. Leonardo ya no estaba allí.

Un leve sobresalto recorrió su pecho. Se incorporó despacio, con la confusión aún pegada a su mirada, y dejó que sus ojos recorrieran la habitación en busca de alguna señal. La puerta del baño permanecía entreabierta, como si alguien hubiese salido con sigilo.

Cuando dio un paso para ir a buscarlo, una sombra interrumpió la claridad del umbral. Era él. Leonardo avanzó hacia la entrada con movimientos cansados, la expresión del rostro endurecida por el agotamiento y el peso de una noche que parecía haber dejado huellas demasiado profundas.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Aisha con voz temblorosa, intentando sostener la avalancha de ansiedad y rabia que la carcomía por dentro.

Ni siquiera habían cruzado palabra, y Leonardo ya pretendía marcharse otra vez, como si su silencio pudiera borrar lo ocurrido, como si a ella no le debiera una sola explicación.

Leonardo se detuvo en el umbral. La miró sin pronunciar nada, apenas con ese gesto contenido que parecía esconder un mundo entero de secretos. Ese mutismo fue la chispa que encendió la furia de Aisha.

—¿Nuestro matrimonio ni siquiera ha empezado y ya me estás engañando? —escupió, con la voz quebrada, aunque cargada de una dureza que no lograba ocultar su dolor. Quería respuestas, necesitaba saber dónde había pasado la noche… y con quién.

Sus palabras quedaron suspendidas entre ambos como cuchillas afiladas: hirientes, irrefutables, imposibles de ignorar.

Leonardo frunció el ceño, la tensión marcándole el rostro, como si su mente tanteara en la oscuridad buscando las palabras adecuadas… aquellas que pudieran salvarlo de perderla en ese instante.

—Aisha… no es como crees. No te he engañado… ¿Por qué piensas eso? —su voz era un ruego cansado, un intento torpe de acercarse a ella. —Firmaste un acuerdo donde ninguno de los dos puede ser infiel.

—No vi que tú firmaras nada —replicó con un filo que le cortaba hasta a ella misma—. Solo yo estampé mi nombre en ese estúpido papel… Muy conveniente, ¿verdad?

—El que no haya firmado no significa que no lo cumpla —respondió, firme, con el ceño fruncido—. Si hay algo que detesto en la vida es la mentira y la deslealtad.

—¿Entonces por qué te fuiste? ¿Por qué no respondiste mis llamadas? —la voz de Aisha se quebró; sus ojos brillaban con lágrimas tercas, que se negaban a deslizarse aún—. ¿Dónde estuviste exactamente y con quién?

El silencio se interpuso entre ellos como un muro invisible, cada vez más denso, casi asfixiante. En ese instante, ambos comprendieron que necesitarían algo más que palabras para reparar aquella herida que acababa de abrirse.

—Aisha… —murmuró él, pero su voz apenas alcanzó a rozarla.

—Si no vas a decirme dónde estuviste y con quién… mejor no digas nada —susurró ella, la garganta cerrada por el dolor.

—Por favor…

—¿¡Por favor qué, Leonardo!? —estalló de pronto, alzando la voz con una mezcla de ira y desconsuelo—. ¡Habla! ¡Dime por qué te fuiste!… ¿Te fuiste a revolcar con esa zorra, no es así?

—¡Por supuesto que no! —rugió él, desesperado, como si esas palabras lo atravesaran.

—¡¿Entonces dónde estuviste?!

Leonardo se quedó inmóvil. El peso de su silencio se derramaba sobre la habitación. Su mirada vagó sin rumbo, recorriendo las sombras como si buscara allí una respuesta, una salida, un respiro. Pero solo encontró más vacío.

—En un bar… Necesitaba un respiro.

—¿Un respiro de mí? —la pregunta de Aisha sonó como un filo quebrado, más miedo que reproche.

—Claro que no… —Leonardo desvió la mirada, atormentado—. Es más complicado que eso.

—Entonces dime —insistió ella, con un nudo en la garganta—, ¿qué te hizo querer un respiro?

Leonardo permaneció en silencio. Su mutismo se convirtió en una daga que se clavaba entre ambos.

—Si no me dices la verdad, me voy —advirtió Aisha, firme por fuera, aunque por dentro su voz temblaba—. Esta vez no voy a esperarte más.

Las palabras lo atravesaron de lleno. Leonardo cerró los ojos un instante, como si un golpe invisible le hubiera caído directo al pecho. Sin responder, se dejó caer sobre el sofá con un suspiro derrotado, cubriéndose el rostro con las manos.

—Por favor, sé honesto conmigo… —suplicó Aisha, su tono quebrado entre la furia y la ternura.

Él bajó las manos lentamente, sus ojos brillando de un dolor apenas contenido.

—¿Y tú lo eres, Aisha? ¿Eres honesta conmigo?

El mundo pareció detenerse. Ella bajó la mirada al suelo, incapaz de articular palabra.

—No lo eres… —murmuró él, con la voz áspera, rota—. No confías en mí.

—¿Cómo voy a confiar en ti si tú no me dices nada? —la voz de Aisha se quebró en un grito cargado de rabia y dolor—. ¡Pasé toda la maldita noche despierta, preocupada, llamándote, enviándote mensajes, preguntándome dónde estabas… y tú me ignoraste! ¡Mientras yo me consumía de angustia, tú estabas en un maldito bar, emborrachándote vaya a saber con quién! ¡Llegaste al día siguiente sin darme ninguna explicación! ¡Así no funcionan las cosas!

El eco de sus palabras retumbó en la habitación, feroz, irrebatible. La frustración la había empujado al límite, desgarrando el aire con cada sílaba.

—Si las cosas van a ser así… prefiero irme en este preciso momento —lo amenazó, temblando por dentro, pero sin apartar la mirada de él.

Leonardo alzó los ojos hacia ella, con una expresión sombría, agotada, y murmuró con voz ronca:

—Hazlo si quieres… No voy a detenerte.

El tiempo se congeló. Aisha lo observó incrédula, como si esas pocas palabras le hubieran arrancado el corazón de cuajo. Dolida, con un nudo en la garganta, sintió que algo dentro de ella se resquebrajaba.

—¿Eso es todo? —la voz de Aisha temblaba, afilada por la furia contenida—. ¿Eso significa que sí estuviste con ella y por eso quieres que me vaya?




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