Aisha soltó un llanto desgarrador, de esos que nacen desde lo más profundo del alma, cuando ya no queda más fuerza para fingir entereza.
Se dejó caer contra la pared, abrazando su maleta como si en aquel gesto desesperado pudiera contener entre sus brazos los pedazos de su corazón roto.
De pronto, todo el peso cayó sobre ella. La ilusión de un amor verdadero con Leonardo se le desmoronaba en las manos. Había soñado con una historia bonita, con la posibilidad de compartir su vida a su lado, aunque él nunca llegara a amarla como ella lo amaba. Le bastaba con poder abrazarlo, acariciarlo, sentirlo cerca. Pero ahora… ya no quedaba nada. Leonardo, con su silencio, con su cobardía de no abrirse y ser honesto, había firmado su condena: verla marchar.
Por favor, Leonardo… solo dime que me quede contigo. No te pido amor, no te pido eternidades, solo un poco de verdad… pensaba mientras las lágrimas le caían en cascadas ardientes por el rostro.
—¿Por qué me enamoré de él? —susurró entre sollozos—.
¿Por qué no supe protegerme de esto…?
Pero no había respuestas. Solo el eco de su propio llanto, rebotando en las paredes del pasillo como un grito ahogado que nadie quería escuchar.
Su corazón, su alma, hasta su cuerpo parecían estar en cruel sincronía con el sufrimiento. Todo le dolía, como si cada fibra de su ser se hubiera quebrado a la vez.
—Señorita… ¿está bien? —preguntó una mucama que pasaba, con una voz suave, casi maternal.
Aisha no pudo responder. El llanto la asfixiaba, le cortaba la voz y la respiración. No había palabras capaces de explicar aquel vacío que la consumía.
—Ven, acompáñame. No te ves nada bien —murmuró la mujer, sin esperar respuesta.
Con un gesto delicado, le retiró la maleta de entre los brazos —ese objeto que Aisha abrazaba como si fuera la única barrera contra su soledad— y la condujo con cuidado hasta la habitación contigua. Aisha apenas logró sentarse en el borde de la cama. Entonces su cuerpo cedió, temblando como si de pronto toda la fragilidad que había reprimido se desbordara, dejándola pequeña, vulnerable, rota.
—Respira, cariño… respira hondo —susurró la mucama, arrodillándose frente a ella mientras le ofrecía un poco de consuelo—. No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea, no estás sola en este momento.
Las palabras, tan simples y sinceras, calaron en Aisha como un bálsamo inesperado. El dolor no desaparecía, pero por un instante, dejó de sentirse completamente abandonada.
Ni siquiera alcanzó ser un maldito mes.
¿Entonces por qué dolía como si hubiera perdido a alguien realmente importante? Quizá su llanto no era solo por la historia que no había podido escribir con Leonardo. Quizá era por todo lo que había estado cargando el último mes: la presión, los secretos, las expectativas que parecían devorarla desde dentro. Quizá… simplemente había aceptado un peso demasiado grande, y su cuerpo y su alma ya no podían más.
Su madre. Su padre. La gente hipócrita como los Russo…
Todos parecían exigirle algo: un rol, una lealtad, una verdad que aún no terminaba de comprender. Y ella estaba cansada.
Exhausta.
Solo quería desaparecer.
Huir lo más lejos posible, sin mirar atrás. Pero ¿cómo hacerlo si su corazón le gritaba quedarse, luchar por el hombre que acababa de dejar en aquella habitación de hotel?
¿Cómo diablos había llegado a amarlo tan intensamente en tan poco tiempo? Se mordió el labio con rabia. Lo había amado desde que era una niña, sí… pero aquello era distinto. Cuando era pequeña, él se había llevado la ilusión de un amor inocente al marcharse a Italia; ahora no. Ahora todo se sentía más profundo, más brutal, más imposible de arrancar sin desangrarse en el intento.
—Toma un poco de agua —dijo la mujer con voz tranquila, mientras sacaba una botella del minibar y se la ofrecía con suavidad.
Aisha levantó la mirada, aún temblorosa.
La mucama le tendía la botella con manos firmes y cálidas, y en ese gesto tan simple, tan humano, sintió por primera vez en días que alguien la veía. No como la prometida de un Russo. No como la hija de Carl Davis.
Sino como lo que realmente era en ese instante: una joven rota, perdida, que solo necesitaba un poco de compasión para no rendirse del todo, aunque por dentro se sintiera más extraviada que nunca.
Con esfuerzo, bebió un sorbo y dejó que el agua calmara, aunque fuera apenas, el nudo en su garganta. Su llanto poco a poco se fue apagando, hasta convertirse en un sollozo débil. Respiró hondo, notando el sabor salado de las lágrimas secas en sus labios. Su pecho seguía doliendo, pero al menos podía sostenerse en pie sin sentir que se derrumbaba.
Entonces se giró hacia la mujer que había permanecido a su lado en un silencio compasivo, como un ancla en medio de la tormenta.
—Gracias… —murmuró Aisha con la voz quebrada, pero sincera—. No sé cómo agradecerte.
La mujer le acarició la mano con ternura, sonriendo apenas.
—No hace falta, hija. A veces solo necesitamos que alguien nos recuerde que todavía estamos aquí… y que no estamos tan solos como creemos.
La mucama le ofreció una sonrisa cálida y negó con la cabeza.
—Solo cuídate, niña —dijo la mucama con suavidad—. A veces no hace falta entenderlo todo de inmediato… pero sí saber cuándo es momento de marcharse.
—Es que no sé si quiero marcharme… —murmuró Aisha, con los ojos aún enrojecidos.
—Entonces no lo hagas. Si tu corazón te pide quedarte, hazlo. Pero si crees que las cosas son irreconciliables, es mejor irse. Al principio duele, sí… pero con el tiempo las heridas cicatrizan. Y si las cuidamos bien, esa cicatriz se vuelve apenas una marca, un recuerdo —respondió la mujer con amabilidad.
—Gracias… —susurró Aisha, forzando una sonrisa rota.
—No me agradezcas —la interrumpió la mucama, mirándola con ternura—. Haz lo que creas mejor para ti. Sea cual sea tu decisión, hazla con el corazón y sin arrepentimientos.
Editado: 29.09.2025