Los franceses habían montado un campo de concentración en la playa de Argelers, donde nos enviaron a los tres. Lo único que teníamos a nuestro alrededor eran la arena y los alambres que delimitaban la zona. Nunca supe el número exacto de personas que éramos, porque no era momento de contarlas, pero puedo decir que el espacio que teníamos era muy pobre, en todos los sentidos. Conseguir algo de comida era un triunfo que aparecía muy de vez en cuando, si es que podía llamarse comida a aquello que nos daban. Pronto empezaron a propagarse enfermedades y no se realizó ninguna intervención para detenerlas. Los franceses no tenían ninguna intención de ayudarnos, veían morir personas inocentes cada día y no reaccionaban; al contrario, parecían disfrutar viendo lo que estaba ocurriendo. Aquello era una humillación, y no solo no se arrepentían, sino que estaban orgullosos. Saber de la indiferencia de los franceses dolía incluso más que el hecho de estar allí encerrados, porque esa indiferencia apagaba nuestras esperanzas cada vez con más fuerza.
Mi madre cayó enferma con una gripe muy fuerte unas semanas antes de que yo me diera cuenta de que estaba embarazada. Aunque se encontraba en un estado muy débil por culpa de la enfermedad, creo que la noticia le dio fuerzas suficientes para formar una pequeña sonrisa durante sus últimos días. No llegué a tiempo de decirle que el padre era Daniel, ni ella llegó a conocer a su nieta.
Empecé a sentir mucho miedo al ver que en muy pocos casos la madre y el hijo sobrevivían tras el parto en el campo. Daniel intentaba animarme, pero yo estaba convencida de que era imposible que saliera bien, y aún estoy convencida de que habría salido mal si no hubiera conocido a Elisabeth Eidenbenz ni me hubieran trasladado a la Maternidad de Elna.
Tengo muy claro que Elisabeth nos salvó, a mí y a mi hija. Ella estaba al frente de la Maternidad en la que ingresé a comienzos de 1941, a un mes del parto. Aquello era un paraíso que muchas de nosotras dudábamos si merecíamos. Allí sí que había comida, agua, camas y verdadera humanidad. Agradezco y seguiré agradeciendo a Elisabeth durante todo el tiempo que me quede por hacer posible que yo sea madre y por permitirme vivir aquellos días en la Maternidad. Mi hija, que recibió el mismo nombre que su abuela: María, nació a finales de febrero de 1941 en Elna, concretamente en la Maternidad de Elna.
La señorita Elisabeth logró que Daniel pudiera visitarme; tuvo que llenar mucha documentación. El reencuentro fue muy bonito, hacía bastante tiempo que no nos veíamos y volver a estar juntos, aunque fuera durante unas horas, permitió que él me contara cómo iban las cosas fuera de la Maternidad. A causa de la Segunda Guerra Mundial, los franceses habían sacado a algunos hombres del campo para trabajar; Daniel era uno de ellos y eso le permitía llevar una vida más normal. Lamentablemente, tuvo que volver después de unas tres horas, pero prometió que haría todo lo posible por mantener el contacto a través de cartas. Y fue verdad, desde entonces he estado recibiendo cartas suyas casi cada semana.
Durante los siguientes meses he tenido suerte. He podido quedarme en la Maternidad ayudando a la señorita Elisabeth con distintas tareas. Daniel y yo hemos estado debatiendo sobre la idea de volver a España con María, pero como el franquismo sigue dominando con fuerza, al final hemos decidido que lo mejor, al menos por ahora, es quedarnos en Francia. Evitaré con todas mis fuerzas volver a los campos con mi hija; dudo que pudiera sobrevivir a estar allí otra vez.
1942