¿Qué será de mí cuando mi musa deje de existir?
Muchos creerán que estaba perdiendo la cabeza cuando tomé tal decisión, pero ninguno vivió lo que yo. Yo noté los pequeños cambios de actitud. Me daba cuenta que cada vez me miraba menos, que ya no solía quedarse despierta para oír la historia que había escrito aquel día inspirado en su amor, o que ya no hablaba de sus extraños sueños que tanto adoraba compartir durante el desayuno. Estaba tan claro que me dejaría que, simplemente, no podía permitirlo.
Había sido un hombre solitario por gran parte de mi vida. Mis trabajos nacían tras largas noches entre botellas de alcohol y corazones rotos. Escribía sin parar y entre líneas colocaba gritos de ayuda hacia el Universo, esperando que oyera mis plegarias. Al final, me escuchó, cuando me la mandó. Gracias a su entrega y corazón logré salir del pozo en el que me encontraba. Así como mi pasado dejó de atormentarme, mis escritos también cambiaron y, con ello, llegó el éxito que había esperado por muchos años (aunque no tanto como una mujer que me salvara de mí mismo).
Su amor iluminó mi corazón y, las palabras que antes gritaban, ahora susurraban. Jamás había sido tan feliz como cuando llegó a mí vida. A los lectores les gustaba mis historias con finales positivos y a mí me gustaba escribir y luego mostrárselo, señalando qué momento de nuestra relación o qué sentimiento que provocaba en mí había inspirado ese relato en particular. Y yo sentía que ella disfrutaba de estos momentos tanto como yo.
Tal vez, me había engañado. Tal vez, había visto en mi una persona a quien solo le faltaba un empujón para llegar al estrellato. Tal vez, sabía que tenía el potencial para alcanzar el éxito y el dinero que también podría disfrutar. No sería insensato; ella estaba sola en esta ciudad. No tenía familia ni amigos. Había escapado de su pueblo en busca de una vida mejor. Cuando llegó a la ciudad, pasó noches entre calles y pensiones. A las pocas semanas, nos conocimos y nos enamoramos.
Tal vez, había sido parte de un vil plan. Sin embargo, no me importaba. Porque la quería como era, con sus defectos y virtudes. Con su egoísmo y mentiras. La necesitaba conmigo para continuar con estos escritos. Si ella me dejaba, yo no tendría nada. Mi inspiración se iría con ella. La quería demasiado para dejarla ir; y era su culpa. Si no me hubiera convencido para convertirla en mi musa, esto jamás hubiera pasado.
No estoy seguro de cómo tomé esta decisión. Solo que el día se acercaba; en el que haría las valijas y cruzaría la puerta de esta casa para no volver. Y, también, estaba seguro que lo haría sin que yo me enterara. Además de su egoísmo, también la acompañaba la cobardía. Por enamorarme de alguien como ella, debía pagar un precio alto.
La primera vez que la policía tocó mi puerta, los recibí. Habían interrumpido mi sesión de escritura, pero eso no evitó que fuera amable. Lo aprendí de ella. Estaría orgullosa de mí. Reflejo muchas de sus buenas cualidades.
Respondí las preguntas y se fueron. Mas, presentía que era un sospechoso en el caso. Al fin y al cabo, ella vivía conmigo. Aunque también sabía que era parte de la élite. El público, mi público, impediría que dañaran mi imagen.
Mis escritos fluían con rapidez, pero ninguno me convencía. Me preguntaba por qué escribía porquerías cuando ella todavía estaba conmigo. En mi casa. Nuestra casa. ¿Qué era lo que estaba haciendo mal? ¿Por qué mi musa no me ayudaba como lo hacía antes?
En un intento desesperado por encontrar la inspiración que me proveía, miré a través de la ventana de mi habitación donde la glicina brillaba con sus flores violetas. La vi, sentada junto al tronco. Llevaba el vestido blanco de flores naranjas, largo hasta las rodillas y manchado de tierra. Su mirada perdida en algún punto de la casa, pero no en mí. Me tranquilizó saber que estaba en lo correcto y que no me había dejado. Estaba más presente que nunca.
La segunda vez que la policía me visitó, supe que estaba en problemas. Indagaron con más ímpetu y hasta me pidieron que los acompañara a la comisaría. Me negué. Estaba tan cerca de acabar lo que estaba escribiendo que no podía dejarlo por la mitad. Lo llamé un golpe de inspiración, interrumpirlo debía ser ilegal. Los policías no rieron, pero no les quedó más opción que retirarse.
Pasé días y noches frente a la máquina de escribir, encerrado en mi habitación con el sonido único de las teclas. Estaba eufórico. Sabía que no me abandonaría. Sabía que mantenerla aquí, conmigo, era la mejor opción. Para mí y para ella. Puesto que podía demostrarle por qué razón había elegido quedarse a mi lado. Terminaría esta obra maestra que me traería millones para los dos. Gracias a ella.
Siempre que acababa de escribir, miraba a través de la ventana para asegurarme que no se había ido. Y, tal como esperaba, seguía allí. Sentada con su vestido manchado en tierra y la mirada perdida.
La tercera vez que la policía me visitó, no abrí la puerta. Estaba seguro que vendrían y, cuando lo hicieran, ingresarían sin mi permiso. Así que me mantuve sentado en la silla, escribiendo. Acabaría con esta historia antes de que me encontraran. Y antes de que la hallaran a ella.
—Levantate —ordenó al abrir la puerta.
No los había escuchado.
Mi atención se desvió un instante a la ventana. Su mirada se encontró con la mía. Sus ojos, vacíos y opacos. Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal.