CAPITULO 1
En el corazón de la noche, cuando las estrellas tejían los sueños sobre las mentes de las personas en un mundo aún dormido, el estudio de Alexander se cubría de una penumbra tranquila y ténue. Los libros testigos silenciosos de innumerables historias, se alineaban en las estanterías de madera empolvada. En aquella morada de palabras e historias, el joven escritor permanecía atrapado en su escritorio.
Noche tras noche, su mente se convertia en el campo de batalla de una guerra silenciosa contra si mismo. Las palabras que antes fluían como un río, se había convertido en un camino de tierra, y cada intento de escribir una nueva página era como extraer agua de un pozo profundo y seco.
Años atrás, todo era distinto. Alexander solía escribir con una furia serena, como si las palabras le brotaran directamente del alma, sin pedir permiso, sin frenar nunca. Su estudio se llenaba de luz tenue, de música suave y del inconfundible aroma del café recién hecho que se mezclaba con el de la tinta y el papel. Tenía veintiseis años, el cabello más largo y el rostro limpio de arrugas. El brillo en sus ojos no era una ilusión de juventud, era hambre. Hambre de crear, de contar, de existir a través de la palabra.
Se sentaba frente a su escritorio con la misma devoción que un monje frente al altar. En aquellas madrugadas sagradas, el mundo exterior dejaba de existir. Solo quedaban él y la historia que nacía bajo sus dedos. A veces escribía de pie, otras descalzo, caminando en círculos por la habitación mientras murmuraba diálogos al aire. Las paredes estaban cubiertas de páginas, como si la historia se hubiera desbordado de los márgenes y reclamara cada centímetro de su refugio.
Recordaba en especial una noche de invierno, en la que terminó el capítulo final de su primera novela. Afuera llovía con furia y la ciudad parecía desvanecida bajo un manto de niebla espesa. Él, sin embargo, temblaba de júbilo. Cuando escribió la última línea, se reclinó en su silla, con el pecho alzado y los ojos brillantes, como si hubiese sobrevivido a un naufragio. Aquella obra no solo le abrió las puertas del reconocimiento, le hizo sentir invencible.
Ahora, ese recuerdo se le aparecía como un fantasma cruel.
El teclado frente a él seguía en silencio, mudo como una lápida.
Las estanterías estaban repletas de libros, cada uno una ventana al mundo de la imaginación, y las paredes estaban cubiertas de notas y esquemas, un mapa del laberinto de su mente.
En el centro de la habitación, un escritorio de madera maciza se alzaba como un altar a la creatividad, su superficie pulida y lisa esperando ser cubierta con las palabras que fluían de la mente de su dueño.
Pero las musas parecían haber abandonado a Alexander, dejándolo solo en el abismo de su propia mente. Cada intento de escribir una nueva página era como escalar una montaña empinada y resbaladiza, y cada palabra que emergía de la oscuridad parecía vacía y sin vida. A medida que pasaban las horas, Alexander se encontraba cada vez más atrapado en un torbellino de frustración y desesperación, incapaz de encontrar una salida a la oscuridad que amenazaba con devorarlo. Sus dedos se enredaban en su oscuro cabello, tensionando la piel de su frente, con la esperanza de disipar el dolor de cabeza que lo torturaba.
Tic tac... tic tac...
Las horas se alargaban en aquel estudio, cada minuto deslizandose como arena entre sus dedos. Con el reloj marcando cada segundo, Alexander luchaba contra la frustración que lo envolvía como una niebla densa. Cada intento de encontrar inspiración era como buscar una aguja en un pajar oscuro, y aunque su mente estaba llena de ideas y conceptos, ninguna parecía tomar forma en las páginas en blanco frente a él. Su pierna temblaba con intensidad incontrolable, con un pulso constante de agitada desesperación.
Sus ojos, estaban enrojecidos y clavados en aquella pantalla vacía, y sus parpados caían a pesar de su resistencia. Las sombras de los sueños se deslizaban como serpientes a través de su mente. Imágenes fugaces, fragmentos inconexos se colaban en forma de una voz que resonaba en su cabeza todas las noches, una voz que lo llamaba.
A medida que avanzaba la noche, el silencio del estudio comenzaba a adquirir un tono distinto. No era la calma reconfortante de las primeras horas, sino una quietud pesada, como si algo en el aire se hubiese detenido a escuchar. Lo notaba sin saber bien cómo: un leve cambio en la densidad del ambiente, un zumbido tenue en los oídos que no provenía de ninguna fuente reconocible. La pantalla del ordenador parecía más blanca que de costumbre, como una herida abierta sobre la oscuridad.
A veces, al girar levemente la cabeza, creía percibir un movimiento en su visión periférica, una sombra que no correspondía con la luz de la lámpara, un destello, un pliegue extraño en el reflejo del cristal de la ventana. No sabía si eran trucos de su vista cansada o si algo más lo observaba desde los bordes de la realidad.
Cuando cerraba los ojos por un instante, la oscuridad no era completa. Formas difusas vibraban bajo sus párpados, como si en su mente se estuviera proyectando una película que él no recordaba haber empezado.
Y en medio de ese delirio de agotamiento, había algo más. Una sensación leve, pero persistente. Como si alguien o algo aguardara fuera del campo de su visión. No con urgencia. No con malicia. Solo… expectación.
Al principio pensó que era ansiedad, o tal vez la soledad jugando con su percepción. Pero con cada noche que pasaba, esa presencia -porque ya no podía llamarla de otra forma- se sentía menos ajena y más real. No tangible, pero inevitable.
Era como si el estudio, su refugio de tantos años, se hubiese convertido en un escenario hueco, y alguien hubiese abierto el telón en la penumbra para observarlo sin ser visto.
Era una presencia etérea, no sabía quien o qué era ni porqué se colaba así en sus sueños, sólo sentía su presencia como una sombra en el borde de su conciencia, esperando paciente a que él cerrase los ojos.