CAPITULO 4
Lydia le sonreía desde su altura. Aunque menuda, tenía una presencia que desbordaba el espacio, y algo en sus gestos -gráciles, sí, pero nunca estudiados- recordaba vagamente a una bailarina, más por la fluidez inconsciente que por alguna intención de parecerlo. Su cabello, largo y castaño claro, se movía con la brisa del parque, algunos mechones enredándose brevemente en sus labios antes de que los apartara con los dedos, con un gesto distraído, casi impaciente.
Sus ojos eran color avellana, con un brillo que no venía solo de las luces del parque, sino también de una energía sutil que parecía encenderse y apagarse sin previo aviso. La sonrisa era cálida, pero no perfecta: uno de los extremos se curvaba más que el otro, y eso, lejos de restarle belleza, le daba una expresión más genuina. Llevaba un vestido sencillo, verde, con la tela ligera que se movía con facilidad, dejando entrever las líneas de su cuerpo sin buscar provocación. Había una naturalidad desarmante en su forma de estar, una soltura que parecía ajena a cualquier intento de agradar.
Había en ella una ligereza que contrastaba con el peso que llevaba encima. Su presencia, aunque inesperada, tenía algo tranquilizador, como el primer sorbo de café caliente en una mañana difícil o el murmullo lejano de la lluvia cuando uno está a salvo bajo techo. No se conocían más allá de algunos intercambios triviales y miradas fugaces en la cafetería, pero bastaron unos segundos a su lado para que la presión en su pecho aflojara un poco.
Era como si el mundo, tan cargado de símbolos y sombras desde hacía días, se hubiese detenido apenas un momento para recordarle que aún quedaban cosas simples y humanas que podían ofrecerle consuelo. Lydia, sin saberlo, se convirtió en ese instante en un ancla, un hilo tenue que lo ataba a la realidad cuando todo lo demás parecía deshilacharse.
-¡Oh! Hola.. - respondió, intentando sonar casual.
Lydia le observó con detalle, y forzó una mueca mientras se agachaba y acercaba su rostro al de él.
-¿Te encuentras bien? Estás blanco como si acabaras de ver a un fantasma. - En su voz pudo encontrar genuina preocupación.
Negó con la cabeza rápidamente, tratando de restarle importancia. - No, no es nada. Solo un pequeño susto. Ya sabes, cosas que pasan.
La joven camarera runció el ceño ligeramente, pero no insistió. En cambio, se sentó junto a él en el banco, su presencia cercana le brindó una inesperada sensación de confort.
-Este lugar siempre me ayuda a despejar la mente -dijo ella, mirando alrededor del parque -. ¿Te importa si me quedo contigo un rato?
-Claro, no me importa. Es... agradable tener compañía.
-Te veo muy a menudo por la cafetería, pero nunca hemos tenido la oportunidad de presentarnos. Soy Lydia, por cierto -dijo, extendiendo una mano. Aunque él ya conocía su nombre. El joven la estrechó, sintiendo la calidez de su piel.
-Alexander. Encantado de conocerte formalmente, Lydia.
-Igualmente -respondió ella con una sonrisa ligera, y luego, con curiosidad sincera en la voz, añadió-: ¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás atrapado en una cafetería con cara de estar resolviendo los misterios del universo?
Soltó una risa breve, la primera auténtica en lo que parecía una eternidad.
-Supuestamente, escribo -dijo, frotándose la nuca con una mezcla de vergüenza y cansancio-. Soy escritor.
-¿En serio? -Los ojos de Lydia se iluminaron-. Eso suena... complicado. Pero también muy interesante.
-Depende del día -admitió él, encogiéndose de hombros-. Hoy, más complicado que interesante, si te soy sincero.
-Eso explica esa mirada de "he visto cosas" que traes encima —bromeó Lydia, dándole un leve empujón con el hombro-. Aunque te sienta bien. Los escritores siempre cargan como con un halo de tormenta artística.
Alexander sonrió, sorprendido de lo fácil que resultaba hablar con ella, como si su presencia lograra destensar los nudos que lo habían acompañado todo el día.
-Sí... ha sido un día un poco raro, la verdad -admitió, bajando la mirada hacia sus manos, como si allí pudiera encontrar una explicación más sencilla de lo que sentía.
Lydia lo observó por un segundo con esa mezcla de curiosidad y calidez que parecía venirle natural, y luego dijo, ladeando un poco la cabeza:
-¿Y qué haces normalmente cuando tienes un día raro?
El escritor soltó una risa breve, cargada de ironía.
-Intento fingir que no lo fue. Pero a veces... una cerveza ayuda.
-Justo lo que iba a decir -replicó con una sonrisa cómplice-. Conozco un bar cerca de aquí. Nada especial, pero tiene una terraza preciosa y la cerveza artesanal es sorprendentemente buena.
La miró, atrapado por esa energía ligera que parecía envolverla.
-Suena perfecto. Necesito salir un poco de mi cabeza.
-Entonces vamos -dijo ella, poniéndose de pie y ofreciéndole la mano con naturalidad-. Prometo que no hablaremos de bloqueos creativos... a menos que tú empieces.
Él tomó su mano, incorporándose con una media sonrisa.
-Trato hecho.
Mientras caminaban juntos por el parque, no podía evitar sentirse más ligero, como si una parte del peso que llevaba en sus hombros se lo hubiera llevado la presencia de la joven camarera.
El trayecto hasta el bar estuvo repleto de conversaciones sencillas y amenas. Lydia hablaba con entusiasmo sobre sus estudios de arte y sus sueños de abrir su propio estudio de ilustración algún día. Alexander, a su vez, compartía algunas anécdotas sobre su vida como escritor, omitiendo los detalles de su reciente inspiración y las extrañas coincidencias que lo habían estado persiguiendo.
-Hemos llegado -dijo Lydia, deteniéndose frente a un diminuto bar, en el que apenas cabían cuatro mesas dentro pero con una generosa terraza adornada con luces cálidas y plantas colgantes-. Te va a encantar.
El exterior parecía sacado de una postal antigua: la fachada de ladrillo visto se curvaba ligeramente hacia la calle, y sobre la puerta colgaba un letrero de madera envejecida, con las letras “La Higuera” pintadas a mano y resquebrajadas por los años. Dentro, el espacio era estrecho y acogedor, con paredes saturadas de fotografías en blanco y negro: músicos callejeros, viejos partidos de fútbol en campos de tierra, parejas sorprendidas en un beso imposible. El suelo, de tablones irregulares y crujientes, olía a cera y a cerveza derramada. Tras una barra de madera oscura, un barril antiguo servía de base para la columna de tiradores brillantes; sobre la estantería, botellas de vidrio ámbar y etiquetas artesanales formaban una hilera multicolor.