Mi Musa

Capitulo 10

CAPITULO 10

Los días pasaron como una mezcla espesa de tinta, sueño ligero y alcohol. Alexander había escrito mucho. Más de lo que esperaba. Más de lo que, en algún momento, creyó posible. Entre el desorden de noches interrumpidas y amaneceres confusos, había logrado dar forma a algo que, al releerlo, le producía una mezcla de vértigo y orgullo. No sabía si era genialidad o locura, pero sí sabía que tenía fuerza. Tenía algo. Algo que merecía ser mostrado.

El día de la reunión con la editorial llegó sin ceremonias. Amaneció nublado, y una ligera neblina flotaba sobre el asfalto cuando cargó la mochila con los borradores impresos, el portátil y un cuaderno con anotaciones ilegibles en su mayoría. Lo metió todo en el maletero del coche con manos algo torpes por la falta de sueño. Llevaba varios días durmiendo mal, a veces en la cama, a veces en la mesa, a veces sin dormir en absoluto. El whisky había sido una compañía constante. No en exceso, pero sí lo suficiente como para sentir el eco en los músculos y una sequedad persistente en la boca.

Encendió el motor y se quedó un momento quieto, las manos en el volante, mirando la fachada de la casa por última vez desde el asiento del conductor. No había cerrado ningún capítulo emocional allí dentro. No se marchaba más fuerte ni más en paz. Pero sí con páginas. Con palabras. Con una historia.

Y en ese momento, eso era lo único que importaba.

Puso el coche en marcha, y mientras la carretera se abría ante él, sintió cómo regresaban ciertas preguntas, esos pensamientos viscosos que había logrado mantener a raya durante las últimas jornadas: ¿había escrito todo eso él? ¿Realmente era suyo? ¿O había cedido algo más en el proceso?

No quiso responder. No aún.

Solo siguió conduciendo, rumbo a la ciudad, rumbo a Markos y a la editorial, con el manuscrito guardado en su mochila como una criatura dormida.

Pero que, en cualquier momento, podía despertar.

Condujo en silencio, el murmullo del motor acompañando sus pensamientos dispersos. El paisaje cambiaba poco a poco, dejando atrás los caminos rurales, los muros de piedra, los campos dormidos por el frío. La ciudad se insinuaba en el horizonte como una promesa ambigua: de ruido, de urgencia, de expectativas que él no estaba seguro de querer cumplir.

Aún no había decidido si volvería a su apartamento después de la reunión. No le apetecía. Pensar en ese espacio cerrado, con sus estanterías desordenadas, las paredes encogidas por los días de encierro y la sombra persistente del libro que lo había arrastrado a este abismo… le revolvía el estómago. Había escrito allí, sí, pero también se había quebrado.

En cambio, en el pueblo, a pesar del insomnio, del alcohol, de la intensidad que lo había atravesado cada noche, se había sentido más firme. Más arraigado. Eleni, con su calidez discreta, había sido una presencia ancla. La casa, con sus rincones llenos de polvo y memoria, le había recordado quién era cuando no estaba escribiendo. Allí los recuerdos eran más dolorosos, sí, pero también más reales. El pasado pesaba, pero al menos tenía forma.

Y en el fondo, aunque no lo admitiera del todo, temía que volver a la ciudad lo empujara otra vez al filo. A esa zona donde no sabía distinguir lo que imaginaba de lo que vivía, donde todo lo escrito se deformaba y lo perseguía.

Miró por el retrovisor la carretera que desaparecía detrás. No sabía aún qué haría después de la reunión. Pero una parte de él -una más lúcida de lo que parecía- sabía que aún no había terminado con ese pueblo, ni con esa casa. Ni con lo que había despertado allí.

Mientras el coche avanzaba por el asfalto húmedo, Alexander no pudo evitar que su mente volviera a los extraños episodios de las últimas semanas. El corte en el dedo, idéntico al que le había atribuido a Kallias en su manuscrito. El casi accidente de coche, una escena que, sin saber por qué, había descrito la noche anterior con una precisión perturbadora. En su momento, aquellos hechos lo habían dejado intranquilo, como si algo -o alguien- estuviera trazando una línea invisible entre la ficción y la realidad.

Pero desde entonces, nada más había ocurrido. Ningún otro suceso fuera de lugar, ninguna coincidencia inquietante. Había escrito páginas enteras, algunas violentas, otras sombrías, y ninguna se había proyectado fuera del papel. Ninguna voz. Ninguna visión. Solo palabras. Lo que al principio se sintió como una invasión externa, ahora parecía haber sido parte de un colapso lógico de su estado mental: agotamiento, presión, aislamiento, alcohol.

Pensó entonces que, tal vez, todo había sido eso: una concatenación de casualidades tan precisas que su mente, desbordada, decidió dotarlas de un significado. Era fácil caer en ese tipo de narrativas cuando uno llevaba días sin dormir bien, escribiendo hasta perder la noción del tiempo. Nada más que eso. Coincidencias extrañas. Pero coincidencias al fin.

Apretó un poco más el volante entre las manos y se obligó a no darle más vueltas. Tenía cosas más urgentes en las que pensar.
La reunión. La reacción de Markos. Lo que vendría después.
Todo lo demás, lo oscuro, lo ambiguo, podía quedarse atrás… al menos por ahora.

Tras un par de horas de carretera, con el paisaje volviéndose gradualmente más urbano, Alexander entró en la ciudad. El tránsito era espeso, los edificios altos se alzaban como centinelas grises, y el murmullo constante de bocinas, motores y pasos acelerados se filtraba por las ventanillas aún cerradas. El ritmo de todo era otro. Más rápido. Más exigente. La tranquilidad pesada del pueblo parecía haber quedado a kilómetros de distancia, disolviéndose como una bruma cálida que no tenía lugar entre los ángulos rectos del asfalto.

Sintió un ligero malestar en el estómago, como si su cuerpo recordara demasiado bien lo que significaba volver. El apartamento estaba a unas pocas calles, pero no se desvió. No quería pasar por allí todavía. No quería enfrentarse a ese espacio vacío donde todo había empezado a torcerse.




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