Mi Musa

Capitulo 13

CAPITULO 13

El silencio era absoluto, roto apenas por el leve crujido de las hojas desperdigadas a su alrededor, como si el libro, aun hecho jirones, aún respirara entre los restos. Alexander estaba de pie, inmóvil, con la mirada fija en el trozo de papel que tenía entre los dedos. La frase parecía arderle en la piel, como si las palabras se hubieran impregnado, como si le hubieran marcado algo que no podría deshacer nunca.

La soltó.

No la dejó caer, la soltó, como si el simple contacto fuera una amenaza. El pedazo de hoja descendió lentamente hasta posarse sobre el suelo, uniéndose al desorden de fragmentos rotos y frases mutiladas. Alexander parpadeó, una vez, otra. Su cuerpo se negaba a reaccionar del todo, como si estuviera funcionando con retardo, en una especie de eco tardío de lo que su mente aún no podía procesar.

Sin pensar, sin sentir realmente los pasos, caminó a trompicones por el pasillo. El pasillo le pareció más largo de lo habitual, como si cada metro estirara la distancia entre él y algo que ya no quería ver. Sus pies pisaban papel. Su camiseta, empapada en sudor y salpicada de manchas rojizas, se pegaba a su espalda como una segunda piel contaminada.

Llegó al baño, encendió la luz y no se miró en el espejo. No se atrevió.

Se despojó de la ropa con movimientos torpes, tirándola al suelo pieza por pieza, como si le ardiera la tela al contacto. No había herida visible, pero sus manos seguían teñidas, las uñas llenas de restos oscuros que no quería mirar demasiado de cerca.

Abrió la ducha y dejó que el vapor comenzara a llenar el espacio antes de meterse bajo el agua. El primer contacto fue brutal. El agua caliente golpeó su piel como un castigo, y aún así no retrocedió. Cerró los ojos, inclinó la cabeza y dejó que todo lo cubriera: el calor, el ruido constante, la sensación fugaz de que todo podía lavarse.

Se restregó con las palmas abiertas, con los dedos duros, como si pudiera arrancarse el miedo a fuerza de jabón.
Pero las manchas seguían ahí.
Tal vez en la piel.
Tal vez más adentro.

El agua corría, rojiza al principio. Luego clara.
Pero él seguía frotando.
Una y otra vez.

Alexander se mantuvo bajo el agua más de lo que su cuerpo podía soportar cómodamente. Seguía frotando su piel con insistencia, como si todavía pudiera arrancarse las manchas invisibles que lo perseguían desde hacía horas. Sus manos temblaban, resbalaban una sobre otra, sobre los brazos y el pecho, dejando marcas rojizas que ardían con el calor del agua. La piel empezaba a mostrar signos de irritación, enrojecida, sensible, arañada en algunas zonas donde las uñas se le habían ido con demasiada fuerza.

Durante un buen rato no supo cuántos minutos pasaban. Todo en su cabeza estaba nublado, suspendido. Solo cuando el zumbido en sus oídos comenzó a desvanecerse y su respiración se estabilizó un poco, comprendió que había estado limpiándose sin descanso, con una urgencia que ya ni siquiera se sentía justificada. Apagó el agua con un gesto lento, torpe, y se quedó allí un instante más, mirando al suelo de la ducha como si esperara que le ofreciera una explicación.

Salió sin secarse, sin mirar el espejo, sin vestirse. Caminó descalzo, dejando un rastro de agua en cada paso. Notaba los músculos entumecidos, como si el esfuerzo físico y mental de los últimos días lo hubiera vaciado por dentro. En el suelo del baño, la ropa que había arrojado seguía tal como la había dejado. Pero al posarse sobre ella, su mirada se tensó.

Estaba limpia.

Se inclinó un poco, todavía goteando, y recogió la camiseta. No había manchas. Ni un solo indicio de sangre. Tampoco en el pantalón. La tela estaba húmeda por la humedad del baño, pero no sucia. No roja. No como la recordaba.

La impresión le heló el cuerpo más que el agua fría. Tragó saliva con dificultad, el pulso acelerado otra vez, aunque esta vez sin sobresaltos, como si su cuerpo ya estuviera acostumbrado a reaccionar sin necesitar razones.

Cruzó el pasillo con pasos pesados, en dirección al salón. La puerta estaba entreabierta, la luz del escritorio aún encendida. A cada paso, algo en su pecho se apretaba más.

Al entrar, se detuvo.

Todo estaba exactamente en su sitio.

La silla bajo el escritorio, el portátil en reposo, la alfombra sin arrugas, ni manchas, ni restos de hojas. No había rastros de las páginas que había arrancado en su ataque de pánico, ni de la sangre, ni del caos que creía haber causado.

Y sobre la mesa, colocado con una pulcritud casi ofensiva, estaba el libro.

Cerrado. Intacto.

Como si nunca lo hubiera tocado. Como si nada hubiera ocurrido.

Dio un paso más, todavía desnudo, todavía mojado, con el cabello chorreando sobre los hombros, incapaz de apartar la vista del objeto que lo había consumido. Todo a su alrededor parecía calmo, como si la casa entera le estuviera diciendo que nada de lo anterior había sido real.

Pero él lo sabía. Su cuerpo dolía.
Y aunque todo parecía en orden, algo dentro de él estaba a punto de romperse.

Se dejó caer en el sillón sin pensar en nada más que el peso que lo arrastraba hacia abajo, hundiéndolo en la tela con una rendición silenciosa. No le importaba el frío, ni la humedad de su piel, ni el estado en que quedara el sofá. Todo eso era secundario, insignificante, remoto. Se quedó ahí, inmóvil, con la respiración lenta, la mente zumbando con un eco constante que no lograba identificar del todo.

Tenía la mirada fija en el libro.

Seguía allí, sobre la mesa, perfectamente colocado, cerrado como si jamás hubiera sido abierto, como si no fuera responsable de nada. Esa quietud, esa falsa inocencia, era lo que más le irritaba. Lo miraba sin moverse, con los músculos tensos, como si cualquier movimiento pudiera romper ese momento de frágil equilibrio. Sentía que todo su mundo, su cordura, su percepción del tiempo y del lenguaje, se habían reordenado en torno a ese objeto. Y sin embargo, ahí estaba, inmóvil, como un simple tomo de páginas gastadas.




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