Mi Musa

Capitulo 14

CAPITULO 14

Alexander no sabía bien qué buscaba. Se había levantado del escritorio sin ningún propósito definido, movido por una inquietud sorda que lo empujaba a moverse, a abrir cajones, a sacar carpetas viejas, a revolver cajas polvorientas que no tocaba desde su última mudanza. No buscaba respuestas. Ni señales. Solo algo tangible. Algo que pudiera sostener. Algo que le devolviera una parte de sí que no pasara por el manuscrito, por el libro, por el dolor latente en cada rincón del apartamento.

Abrió una caja olvidada junto al armario del pasillo. Dentro, cuadernos. Carpetas viejas. Unas fotografías desordenadas. Y, debajo de todo, un pequeño diario de tapas negras que reconoció al instante. Era del año en que se había mudado por primera vez solo, después de dejar la universidad. Lo sostuvo en las manos unos segundos, sin decidirse, sintiendo en los dedos ese tipo de vértigo que sólo produce lo que uno ha escrito sin saber si algún día se atrevería a leerlo otra vez.

Se sentó en el suelo, apoyado contra la pared, y lo abrió con cuidado.

Las primeras páginas eran vagas, desordenadas, repletas de citas que había copiado de otros, reflexiones breves, frases que ahora le sonaban forzadas. Siguió avanzando hasta una entrada sin fecha, sin título, escrita con una letra más firme que el resto, como si aquel día hubiese necesitado que cada palabra pesara.

Leyó:

“Nunca he tenido un grupo. No uno verdadero. Me he movido entre nombres, entre círculos, entre saludos educados. Me invitan, me sonríen, me citan en reuniones, pero después no están. No me eligen. Tal vez no lo notan, o tal vez sí, y solo me toleran por cortesía. He sido el escritor prometedor, el tipo extraño, el callado que parece interesante desde lejos pero cansa de cerca. No encajo. No pertenezco. No sé si lo intento de verdad. A veces creo que escribo para tener una excusa para existir. Para justificar este aislamiento que ya no sé si me fue impuesto o si lo fabriqué yo mismo, palabra por palabra. ¿Y si la soledad no me encontró, sino que fui yo quien la eligió como refugio estético? ¿Y si el silencio me pareció hermoso solo porque no sabía qué decirle al mundo?”

Alexander cerró los ojos. El cuaderno temblaba entre sus manos, aunque ya no sabía si era por el frío o por la sacudida interior que esas palabras le provocaban. No recordaba haberlas escrito, pero eran suyas. Más suyas que nada de lo que había publicado. Más sinceras que cualquiera de sus ficciones.

Volvió a leerlas. Esta vez en voz baja, casi un murmullo. Y sintió cómo esa revelación lo atravesaba, nítida y dolorosa, como una ventana abierta en una habitación cerrada durante años.

No era la musa.
No era el libro.
No era la oscuridad ni lo sobrenatural.

Era él.

Era su forma de haber construido una vida sin testigos. Una existencia cuya única compañía había sido la literatura, la idea romántica de que crear era suficiente, que bastaba con el arte, con la obsesión, con la devoción al trabajo. Pero ahora, frente a ese párrafo olvidado, entendía que todo eso había sido una forma de protegerse. De no admitir que nunca supo cómo sostener un vínculo sin temer desaparecer en él.

Y ahora, rodeado de páginas rotas, de silencios no correspondidos, de ecos que tal vez siempre fueron suyos, no podía seguir huyendo de esa verdad.

Había estado solo mucho antes de que comenzara todo esto.
Lo demás solo lo había revelado.

Cerró el cuaderno con suavidad, sin rabia ni dramatismo. Lo sostuvo entre las manos durante un largo rato, como si temiera que soltarlo fuera también dejar escapar la claridad que acababa de alcanzarlo. No lloró. No se desmoronó. Había algo en esa lucidez que era casi sereno, como si al fin una capa de ruido se hubiese caído y debajo quedara, por primera vez, la forma desnuda de sí mismo.

Se levantó del suelo con torpeza. Le dolían las rodillas. La espalda. El cuello. Pero no le importó. Caminó de nuevo hacia el escritorio, no hacia el libro, sino hacia el ordenador. Lo abrió. La pantalla se encendió mostrando el manuscrito aún abierto, esperándolo como si nada hubiera pasado.

Se sentó con lentitud, respiró hondo y dejó las manos sobre el teclado sin escribir. La mirada perdida en el texto que había estado evitando revisar. Las frases seguían ahí. Algunas bellas. Otras oscuras. Algunas que no recordaba haber escrito. Pero no las borró. No las corrigió.

Simplemente se quedó ahí, respirando.

Tal vez no se trataba de pelear contra lo que venía desde fuera, ni de encontrar respuestas en lo extraordinario. Tal vez lo más aterrador de todo era mirar hacia adentro y reconocer que esa oscuridad que tanto temía no tenía ojos ajenos, ni voz de otro mundo.

Era la suya.

Y ahora, al menos por esta noche, la aceptaba.
No como castigo.
No como destino.
Sino como punto de partida.

La noche había avanzado sin que se diera cuenta. Alexander seguía en la silla, encorvado, la espalda agarrotada, los ojos pesados. El manuscrito seguía abierto en la pantalla, y aunque no había añadido una sola línea en horas, no podía despegarse de él. Se sentía como si hubiera atravesado una tormenta emocional que lo había dejado vacío, pero también, de algún modo, más claro. Ya no temía tanto a lo que había en su cabeza. No porque lo entendiera del todo, sino porque al menos había dejado de luchar contra su existencia.

Fue en ese estado de somnolencia extraña, entre el agotamiento físico y la calma forzada, que lo sintió. No fue un sonido, ni un movimiento. Solo una percepción sutil, como si algo en la habitación hubiera variado levemente su equilibrio. Giró la cabeza despacio y se detuvo al ver el libro.

Estaba allí, sobre el escritorio, intacto. Cerrado, sin señales del desgarro anterior, ni de la furia con que lo había intentado destruir. Tampoco se encontraba en el lugar donde lo había dejado. Simplemente... estaba, como si nunca se hubiera ido. No reaccionó de inmediato. Lo observó unos instantes, con una mezcla de agotamiento y resignación, y luego estiró la mano para abrirlo, como si aquello fuera una rutina que debía continuar.




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