EPÍLOGO
La noticia del accidente se dispersó con la rapidez habitual de todo lo banal y trágico en las grandes ciudades. Un hombre atropellado en una calle céntrica durante la noche. Sin documentación a la vista. Sin testigos cercanos que pudieran identificarlo. Los informes preliminares hablaban de muerte inmediata, de un cuerpo que no había ofrecido resistencia ni señal de querer esquivar el impacto. Un peatón más, pensaron los primeros oficiales en llegar. Otro caso cerrado antes de comenzar.
Pero no era otro caso más.
Tardaron poco en identificarlo por las huellas digitales: Alexander Stavros, escritor. Tenía domicilio en un apartamento del centro, sin antecedentes, sin denuncias, sin allegados registrados. La madre, única familiar directa, se encontraba internada en una residencia geriátrica en estado avanzado de deterioro cognitivo. No recordaba nada. Ni a su hijo, ni a sí misma.
Un par de agentes, asignados al protocolo de rutina, se desplazaron a la vivienda al día siguiente. La puerta estaba cerrada con llave desde dentro, pero no hubo que forzarla. En el buzón. el cartel con su nombre seguía colgado, aunque amarillento, pegado con cinta que ya comenzaba a despegarse, no había cartas recientes. Los vecinos no supieron decir mucho. Apenas que era un hombre callado, educado, alguien que había pasado de invisible a ausente sin hacer ruido.
El apartamento estaba en un orden casi inquietante. No había signos de violencia, ni señales de una prisa previa al accidente. Solo un ambiente cargado, como si el aire se hubiese mantenido suspendido más allá de lo natural. El salón, el escritorio, la mesa, todo estaba en su sitio. Todo menos un detalle.
El manuscrito.
Un documento impreso a máquina, encuadernado con cuidado, y dejado sobre el escritorio de trabajo. Al lado, en perfecto equilibrio, un sobre abierto, con una nota escrita a mano que decía simplemente:
“Para: Michael Koronaios. Ediciones Alcibíades.”
El nombre del editor. La dirección completa. Ningún mensaje adicional. Ni firma, ni despedida, ni explicación.
Uno de los agentes hojeó el documento sin demasiada atención. No estaba en su jurisdicción evaluar lo que allí se decía. Pero supo, al pasar las primeras páginas, que aquello no era un borrador. Ni una obra a medio camino. Era un manuscrito terminado, limpio, cuidado, con título, epígrafe y un final marcado con un punto firme. El tipo de final que no deja lugar a continuaciones.
Michael recibió el paquete dos días después. Al principio pensó que era una copia enviada antes del accidente, alguna versión preliminar que Alexander había querido que revisara. Pero pronto entendió que no era así. No había correo certificado, no había constancia digital de envío. No existía rastro de que Alexander hubiera llevado o solicitado la entrega del manuscrito.
Y, sin embargo, ahí estaba. Impecable. Titulado La Musa.
A medida que lo leía, algo en su interior -esa parte enterrada que todos los editores buenos temen reconocer- se fue encogiendo. Porque no solo era la mejor obra de Alexander, era algo más. Tenía una madurez que jamás había mostrado antes. Una hondura, una crueldad elegante, una belleza afilada que bordeaba lo imposible. Era él... pero también no era él.
Había frases que Michael sabía que Alexander nunca habría escrito. Pasajes que contradecían los esquemas que había discutido con él en el pasado. Decisiones narrativas que parecían responder a una lógica distinta, más oscura, más sabia. Como si otra mano -invisible pero firme- hubiese guiado la suya en las últimas páginas.
Y sin embargo, era perfecto.
Tanto que daba miedo.
La editorial no tardó en tomar una decisión. La muerte de Alexander, su desaparición abrupta justo al concluir una obra tan intensa y definitiva, tenía todos los elementos para convertirse en un fenómeno. No solo era un autor con un historial modesto y prometedor; ahora era también un misterio. Un mártir literario. Un genio incomprendido que, como tantos otros antes que él, había sido más reconocido en su ausencia que en su presencia.
La Musa fue publicada dos meses después de su muerte. El lanzamiento se organizó con sobriedad, al principio, por respeto -se dijo oficialmente-, aunque lo cierto es que el aura que rodeaba la historia pedía algo más ceremonial que comercial. El prólogo, escrito por el propio Michael, hablaba de Alexander como un espíritu atormentado, brillante, complejo. Se mencionaba su lucha con el aislamiento, su búsqueda incansable de la perfección artística, su trágico final como un reflejo de la intensidad de su obra.
La reacción fue inmediata. Las ventas se dispararon. Lectores y críticos coincidieron, por una vez, en su veredicto: la novela era una obra maestra. No perfecta, pero sí profundamente humana. Oscura, poética sin concesiones, perturbadora de una forma que resultaba casi íntima. Muchos hablaban de una belleza desgarradora, otros de una experiencia transformadora. Algunos aseguraban que habían soñado con escenas del libro días después de leerlo. Que la voz del narrador parecía seguirles, incluso después de haber cerrado la última página.
Comenzaron a surgir eventos en su nombre. Lecturas públicas, clubes de análisis, coloquios sobre su vida y su obra. Se organizó una mesa redonda en el Festival Internacional de Literatura donde su nombre ocupó el cartel principal. En algunas librerías, los ejemplares iban acompañados por velas, fotografías, citas enmarcadas. “El escritor que murió por su musa” se convirtió en titular habitual.
El apartamento donde vivía fue reclamado por el casero, pero durante semanas algunos fanáticos dejaron flores en la entrada, notas manuscritas, dibujos inspirados en la novela. La prensa, por supuesto, alimentó la leyenda: se hablaba de un manuscrito que apareció de la nada, de un autor obsesionado, de una musa que tal vez existía o tal vez no.