Mi odio deseado

2.

Por un momento, Mía olvidó cómo respirar. Permaneció inmóvil, parpadeando, como si intentara disipar un espejismo. Sus piernas parecían haberse fusionado con el suelo mientras sentía que su corazón podría salirse del pecho en cualquier instante.

«¿Dónde se había metido Rayna?» cruzó por su mente con pánico.

«¿Se fue al dormitorio contiguo a buscar especias, o qué?»

—Porque soy buena con armas blancas —respondió Mía por fin, intentando recordar dónde había dejado el cuchillo al darse la vuelta—. Y con las de cocina también.

Añadió esta última frase con un tono desafiante, aunque sus dedos temblaron por un instante, traicionando su seguridad. Respiró más profundo, intentando poner en orden sus pensamientos.

Sus ojos, brillando con determinación, se encontraron con los de él. Pero en lugar de miedo o sorpresa, Mía solo percibió curiosidad. Y algo más. Aquellos ojos —oscuros, profundos, como un océano en tormenta— la mantenían cautiva. Por primera vez en su vida, Mía descubrió lo difícil que era apartar la mirada.

«Detente, chica. ¿Qué estás haciendo? ¿Has perdido la cabeza?» se reprendió a sí misma, intentando concentrarse, pero ya era demasiado tarde.

Sin prisa alguna, como si tuviera todo el derecho de hacerlo, extendió la mano hacia el rostro de la chica. Con suavidad, sus dedos rozaron un mechón de cabello oscuro y ondulado, colocándolo delicadamente detrás de su oreja. Su tacto era cálido, cuidadoso, casi una caricia.

Un ejército de hormigas recorrió el cuerpo de Mía, su piel se erizó y una extraña sensación de languidez nació en su estómago. Cerró los ojos por un instante, solo para abrirlos bruscamente ante una nueva ola de indignación.

«¿Y por qué estoy reaccionando así ante él?» hervía en su interior.

—¿Por qué tan dramática? —preguntó el chico, sin apartar los ojos de ella. Su voz era grave y tranquila, pero con un ligero tono irónico que a la vez irritaba y fascinaba.

Mía se sentía como un conejo frente a una serpiente. Su cuerpo se negaba a obedecerle y su mente se derretía. No sabía qué decir ni dónde mirar. Todo parecía incorrecto —y al mismo tiempo... intrigante.

El arrogante desconocido se inclinó hacia ella, acercándose a su oído. Su aliento cálido rozó la delicada piel de Mía mientras susurraba.

—Muévete un poco. Necesito conseguir algo.

Su voz era demasiado suave, demasiado tranquila. Mía permaneció inmóvil mientras el chico se estiraba hacia el armario de pared, pasando su mano a escasos centímetros de su hombro. Sacó un recipiente y, con la misma calma, se dio la vuelta y se dirigió a la mesa, dejando tras de sí un ligero aroma intenso y masculino—ya fuera su perfume o simplemente su esencia natural.

Mía exhaló con fuerza, liberando el aire que no sabía que estaba conteniendo.

«¡¿Pero qué se está permitiendo?!» su indignación no conocía límites.

«Vino aquí como si fuera el dueño del lugar. Me toca sin permiso. ¡Y encima tiene el descaro de sonreír!»

Con cuidado, Mía giró sobre sus talones, intentando preservar su dignidad, y se posicionó para observar al intruso. Sus ojos despedían chispas, aunque la confusión seguía latente en su corazón. Dirigió la mirada hacia la mesa, esforzándose por recordar qué hacía antes de esta arrogante invasión a su espacio personal.

Mientras tanto, su mente era un completo caos.

El brusco sonido de una silla moviéndose la hizo estremecerse. Mía levantó la cabeza —el chico ya estaba sentado a la mesa, dándole la espalda. Su atención volvió a fijarse en algo inapropiado. Hombros fuertes, movimientos seguros... Él parecía irradiar una calma que a ella tanto le faltaba.

«¿Por qué debería tenerle miedo, cuando él no me teme a mí?» cruzó por su mente un pensamiento que de pronto le infundió algo de valentía.

Mía tomó el cuchillo, aferrando firmemente el mango, y lo apuntó teatralmente hacia la espalda del desconocido, como si estuviera a punto de lanzarlo en ese preciso instante.

El chico se giró como si hubiera recibido una orden. Su mirada recorrió el rostro de Mía, se detuvo en su mano con el cuchillo, y estalló en risas—sinceras, alegres, sin rastro de enojo.

—Mejor ponlo en su sitio —dijo con descaro entre risas—. O te cortarás.

Las mejillas de Mía se ruborizaron involuntariamente una vez más. Frunció el ceño y apretó el cuchillo con más fuerza.

—No te necesito para nada —murmuró ella—. En realidad estaba apuntando a la pared.

«¿Qué, él puede jugar conmigo, pero yo no puedo jugar con él?» pensó ella ofendida, levantando la barbilla.

Su sonrisa se ensanchó aún más, y sus ojos centellearon con picardía.

—¿Sabes qué? —dijo el chico lentamente, saboreando cada palabra.

—¿Y bien? —espetó Mía, intentando sonar indiferente, aunque su corazón latía desbocado.

—Algo se te está quemando —dijo él con voz grave, señalando con la cabeza hacia la cocina.

Mía se giró bruscamente. Sus ojos se abrieron de par en par: en la sartén, donde hace apenas unos minutos se freía la cebolla, ahora se elevaba un ligero humo. El olor a quemado invadió la cocina. Se precipitó hacia la estufa, casi dejando caer el cuchillo. Su corazón ardía no solo por la tensión del momento, sino también por la vergüenza.

«Él solo está jugando...» pensaba ella, mientras removía el contenido de la sartén.

«Quiere desestabilizarme.»

—Gracias —murmuró Mía sin voltearse.

El chico simplemente gruñó en respuesta y volvió a su teléfono con toda tranquilidad, como si nada hubiera ocurrido. Mía permaneció junto a la estufa, aferrándose al mango de la sartén mientras intentaba recomponerse.

Justo en ese momento, la puerta se abrió bruscamente—Rayna entró volando a la cocina con una caja azul en las manos.

—¡Ya está, lo encontré! —exclamó alegremente, sin notar de inmediato el cambio en la atmósfera de la habitación. La tensión era tan densa que podría cortarse con un cuchillo.



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 17.07.2025

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