Aril salió a la azotea de la residencia estudiantil. La pesada puerta se cerró con un chirrido tras él. El aire nocturno acarició su rostro con agradable frescura, como intentando enfriar las emociones que aún hervían en su interior. Se acercó a la barandilla y se apoyó con ambas manos, contemplando la ciudad nocturna.
La metrópolis vivía su propia vida: las luces de los coches se deslizaban por la carretera, fundiéndose con la iluminación urbana. En las ventanas de los edificios vecinos flotaban sombras de personas desconocidas que ni siquiera sospechaban los pensamientos turbulentos que bullían dentro de él.
No podía quitarse el beso de la cabeza. No era simplemente diferente—era auténtico. Vivo. No lo había hecho por experimentar o por curiosidad, sino porque lo deseaba. Sus ojos, su tacto, su confianza... Todo había calado más hondo de lo que Aril podía imaginar. Y la forma en que Mía respondió, cómo temblaba entre sus brazos, no dejaba lugar a dudas: ella sentía lo mismo.
En ese momento, cuando sus labios se encontraron, quiso olvidarlo todo: las reglas obsoletas, su frágil estatus social, los ambiciosos planes de su padre. Ya no importaban quienes creían saberlo todo. Solo ella parecía tener significado.
Pero ahora... todo volvía a presionar. Con los hombros encogidos, Aril bajó la cabeza. No era un cobarde, pero esta situación era diferente. Con Mía todo podría volverse serio. Y eso siempre tenía un precio.
De repente, el silencio nocturno fue interrumpido por un timbre insistente. Aril sacó el teléfono del bolsillo: en la pantalla brillaba una foto familiar. Su hermano. El chico suspiró. La realidad llamaba a la puerta. Y, como siempre, no pedía permiso.
—Dime —dijo Aril, apoyándose en la barandilla.
—Hola, hermano —sonó la alegre voz de Bart—. ¿Ocupado?
—Qué va, me aburro —respondió mientras observaba cómo, en el edificio de enfrente, un hombre subía por la escalera de incendios con flores a la espalda. Romanticismo.
—Mañana organizamos otra carrera con los chicos. Será emocionante. Y habrá chicas guapas también. ¿Te apuntas?
—Esta vez no. Ya tuve una fiesta divertida aquí. Además, mañana tengo varios asuntos urgentes. Mi coche todavía no está en forma, ¿recuerdas?
—¿Aún no te has ocupado de él? Hermano, no te reconozco.
—Muchos asuntos, poco tiempo libre.
—Entiendo, me pasaba igual en primer año. Por cierto —la voz de su hermano adoptó un tono cómplice—. Menuda chica.
—¿De quién hablas? —Aril fingió no comprender.
—Esa a la que besas en la foto. Así es como hay que tratarlas, a las de Arks. Para uso interno, diría yo —Bart soltó una carcajada—. Me divertiría así con cada una.
—No comparto tu opinión, ya lo sabes —respondió Aril con firmeza—. Mejor guárdatela.
—¡Venga ya! —su hermano ni pensaba calmarse—. Tú mismo cambias de chicas más rápido que de calcetines. ¿Cuál era tu récord? ¿Tres días?
—Más que el tuyo —el chico mostró los dientes, provocando otra oleada de risas de Bart.
—Uno a uno —concedió este—. Bien hecho, hermano. Estoy orgulloso de ti. Eres un digno representante de nuestra familia.
Tras varios segundos de silencio, Bart continuó su monólogo.
—Y si de repente te gusta —dijo con tono más serio—, y por tu voz puedo notar que es así... Eso es un problema. Y lo sabes perfectamente. Mejor intenta olvidarla. Aunque, supongo que de todos modos en unos días estarás con otra nueva.
—Quién sabe —respondió Aril pensativo.
—Bueno, hermano. Ya te he contado sobre la carrera. Si cambias de opinión, avísame. Hasta luego —Bart colgó.
Aril guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón. Una desagradable sensación lo corroía por dentro. Su hermano podría tener razón: los viejos patrones son difíciles de romper.
Clavó la mirada en el horizonte, en las luces de edificios lejanos, en la noche que, al menos, no le exigía decisiones.
De repente, la puerta chirrió a sus espaldas. Aril no se movió. Le daba igual quién fuera. Incluso si era el vigilante ordenándole abandonar la azotea, ni siquiera habría pestañeado.
Unos pasos se acercaban. El taconeo resonaba como un eco en el suelo de hormigón. La misteriosa visitante parecía dirigirse directamente hacia él.
«La azotea es grande, ¿por qué viene justo aquí?» — pensó.
«Aunque... ¿Y si es ella? ¿Mía?...»
Su corazón se encogió por un instante. Una esperanza ingenua, casi infantil, se aferró a la posibilidad de verla de nuevo. Aril se giró con expectación, permitiéndose esta pequeña debilidad.
Pero la realidad no cumplió sus expectativas. Frente a él estaba Rayna. Su intenso cabello cobrizo, cortado en una melena recta, brillaba bajo los rayos del atardecer, destacando la viveza de su imagen. Su ajustado vestido rojo parecía diseñado específicamente para resaltar cada curva de su cuerpo. Los altísimos tacones, que deberían haberle dado seguridad, ahora resultaban innecesarios. Rayna se tambaleaba, y sus ojos mostraban un brillo familiar — turbio— muy diferente al que Aril había visto recientemente en los ojos de Mía.
—¿El chico guapo decidió refrescarse un poco? —preguntó la chica cuando llegó hasta él, mirándolo de arriba abajo.
—¿Qué quieres? —Aril frunció ligeramente el ceño y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Vaya, qué enfadado estás —dijo Rayna con voz empalagosamente dulce—. ¿Qué te pasa, Aril?
—¿Por qué debería responderte? —el chico sonrió con escepticismo, mirándola con desdén.
—Oooh, parece que alguien necesita desahogarse —la vecina de Mía se acercó más.
Sus dedos se deslizaron suavemente por el torso de Aril, subiendo poco a poco. Él inmediatamente agarró la mano de Rayna y la apretó ligeramente.
—Te pregunto otra vez. ¿Qué quieres?