Parecía una broma cruel y despiadada. No podía ser verdad. Aril, con los ojos llenos de preocupación, miraba fijamente la pantalla del teléfono, releyendo el texto del mensaje como si esperara que de alguna manera cambiara. Lo que veía simplemente no cabía en su cabeza.
«SinMáscara: ¿Puedes hablar?»
El corazón le latía ensordecedoramente. Aril no esperaba recibir una respuesta rápida, pues habían pasado varias horas desde que recibió el mensaje—horas que parecían una eternidad. Sin embargo, a los pocos segundos, el teléfono emitió una ligera vibración: una nueva notificación que lo hizo estremecerse.
«SolInterior: Sí.»
Con dedos temblorosos, Aril presionó el botón de llamada sin pensarlo, apenas respirando. Cada tono resonaba en sus oídos como un golpe de martillo.
— ¿Mía? — preguntó cuando los tonos cesaron, con voz traicioneramente temblorosa.
— Sí —su voz sonaba quebrada, como un cristal fino lleno de grietas, a punto de desmoronarse al menor contacto. El corazón del chico se contrajo dolorosamente.
— ¿Estás llorando? —preguntó, sintiendo cómo su propia garganta se cerraba de ansiedad—. ¿Qué está pasando? Lo que escribiste... ¿es verdad? —bombardeó a Mía con preguntas, apenas conteniendo el deseo de gritar de impotencia.
— Sí —un susurro que sonó como una sentencia—. Mi padre tiene un amigo. Y él tiene un hijo —a través del auricular llegaba la respiración entrecortada y dolorosa de la chica, como si cada inhalación le causara dolor—. Ellos... ellos vieron nuestra foto. Y decidieron adelantar la boda. Yo... yo no sabía nada de esto. Resulta que hace tiempo que lo acordaron todo. Como si compraran algún... objeto.
— ¿Te ha hecho daño? —Aril apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en las palmas. La sangre le pulsaba en las sienes mientras un velo rojo de furia nublaba momentáneamente su visión.
— Él... él me asustó —Mía tragó saliva antes de continuar—. Se escondió en el despacho de mi padre. Me miraba como un depredador. Yo... escapé —su voz descendió hasta convertirse en un susurro apenas audible, como si temiera ser escuchada—. Pero no me hará nada, al menos hasta la boda. Papá no lo permitirá.
— ¿Estás segura? —preguntó con escepticismo, sintiendo cómo fríos tentáculos de miedo se enroscaban en su corazón—. Ya no confiaría en tu padre. No después de esto...
— Sí —respondió con amarga certeza—. Es la tradición. Y mi padre no es de los que las rompen —constató tristemente, con una voz tan cargada de desesperanza que Aril sintió su propia garganta contraerse de compasión.
— Bien. Se me ocurrirá algo —dijo Aril con firmeza, impregnando sus palabras con toda la determinación posible—. ¿Puedes compartirme tu ubicación? Solo mantén el teléfono encendido. Pase lo que pase.
— Sí, pero ¿qué puedes hacer? —la desesperación resonaba en la voz de Mía, cada palabra suplicando ayuda mientras simultáneamente dudaba de ella.
— Por algo me escribiste —respondió el chico, sujetando el teléfono con fuerza—. Y yo nunca hablo en vano. Nunca.
— Alguien viene —susurró ella repentinamente con inequívoco terror en su voz, tras lo cual colgó, dejando a Aril solo con el silencio y la tormenta emocional que crecía en su pecho.
Dio varias vueltas por la habitación, considerando sus próximos pasos. Habría sido ideal calmarse y analizar la situación con claridad, pero en estas circunstancias parecía imposible.
Aril se dejó caer en la cama, sin molestarse en cambiarse a ropa más cómoda. Un plan comenzaba a formarse en su mente. Aunque parecía tan irreal como toda esta situación, merecía intentarse. Abrió la agenda de contactos, se desplazó casi hasta el final y marcó un número familiar.
Los segundos de espera parecían eternos. Finalmente, una voz masculina áspera respondió al otro lado.
— Hola, sobrino. Tiempo sin escucharte —saludó el interlocutor.
— Buenas tardes, tío Reynard —respondió Aril, intentando controlar su ansiedad—. Sí, ha pasado tiempo. He estado ocupado con la admisión.
— Te entiendo. Yo era igual —la voz del tío sonaba natural—. ¿Cómo están tus padres?
— Bien. Insisten en que ingrese a Landasi —el chico puso los ojos en blanco, recordando los interminables monólogos de su madre y la mirada desaprobatoria de su padre.
— Era de esperarse —comentó Reynard simplemente—. Pero los tiempos han cambiado. Las cosas ya no funcionan como ellos quieren. ¿Ha pasado algo, Aril?
— Sí —hubo un breve silencio—. Tío, necesito tu ayuda.
— Te escucho.
— El padre de una chica que me importa quiere obligarla a casarse con alguien a quien no ama. Y es por mi culpa. No puedo permitirlo —Aril sintió que sus puños se tensaban nuevamente.
Con gusto le explicaría al padre de Mía y al hijo de su amigo que otras personas no son su propiedad. Preferiblemente, usando métodos contundentes.
— ¿Y qué piensa ella al respecto? —preguntó Reynard—. ¿Estás seguro de que ella no quiere casarse?
— Estoy seguro —afirmó el chico con firmeza—. No sé lo que ella siente por mí, pero yo soy la razón de este juego sucio. No puedo permitir que esto suceda.
— ¿Ella es de Arks? —adivinó el tío.
— Sí —Aril apretó los dientes.
Aunque ya sabía que Reynard no lo juzgaría.
— ¿Tus padres al menos no están al tanto? —preguntó él.
— No, definitivamente no es asunto suyo —respondió el chico.
— Bien, Aril. Por supuesto, estoy dispuesto a ayudarte. Pero ¿cómo te lo imaginas? —preguntó Reynard—. ¿Qué piensas hacer?