— ¡Devuélvemelo! — Mía se sacudió desesperadamente, intentando recuperar el teléfono de su hermana. Su corazón latía frenético de ansiedad, sus palmas sudaban y su voz se quebró en un ronco susurro. Pero Jessi solo sonrió con astucia y se apartó ágilmente, como bailando.
— Solo te estás haciendo más daño, Mía — dijo Jessi con voz dulcemente venenosa, poniendo los ojos en blanco. — No puedo permitir que mi hermana pierda esta oportunidad y además se relacione con quién sabe quién. Connor, querido, sujétala.
En ese instante, Mía sintió unas manos pesadas agarrándola firmemente por los hombros. Sorprendida, se quedó inmóvil y sin aliento. Su hermana sonrió satisfecha, agitó la mano juguetonamente en despedida y se alejó corriendo con entusiasmo.
— Nunca me has caído bien — resopló Mía, forcejeando por liberarse, con las mejillas ardiendo de humillación y rabia impotente. — Aunque eres perfecto para ella. ¡Ambos son unos egoístas narcisistas!
— Ya es hora de que madures, Mía — respondió con sarcasmo el marido de su hermana, atravesándola con sus fríos ojos.
La soltó con un movimiento brusco, casi empujándola, en cuanto Jessi desapareció de la vista. Mía sintió un nudo amargo subir a su garganta mientras se alejaba desconsolada. Sus piernas, ajenas y desobedientes, apenas le respondían. Salió del recinto y se desplomó en el bordillo, inclinando la cabeza. Sus dedos temblaban y lágrimas no deseadas se acumulaban en sus ojos. Cualquier oportunidad que hubiera existido se había esfumado por completo.
Los invitados, absortos en concursos y exquisitos aperitivos, no parecieron notar este incidente ni la breve ausencia de la novia. Jessica regresó media hora después, radiante con una sonrisa falsa. Ni siquiera dirigió una mirada a su hermana antes de lanzarse a bailar.
"¿Y si intento escapar?" — pensó súbitamente.
Mía se incorporó y observó cautelosamente a su alrededor. Su corazón aceleró por la adrenalina. Nadie le prestaba atención — era el momento perfecto.
Se deslizó hacia la casa sin hacer ruido, como una sombra. Pisando suavemente como un gato, Mía se escabulló por los pasillos hasta su habitación. Su corazón se encogía de miedo y sus dedos temblaban mientras apresuradamente abría su mochila de viaje. De repente, un horror frío se extendió por todo su cuerpo — los documentos habían desaparecido sin dejar rastro. Ni el pasaporte interno ni el internacional. Solo bolsillos vacíos y la sensación de que habían invadido su espacio personal. Una llama de ira se encendió en su pecho y su respiración se volvió entrecortada por la indignación.
«¿Padre o Emil?» — se preguntaba.
Aunque la primera opción le parecía más realista. No era la primera vez que Ronald recurría a tales métodos de control. Años atrás, cuando aún era adolescente, su padre ya le había quitado sus documentos para contener sus rebeldías. Pero había pasado tanto tiempo que Mía creía sinceramente que aquellos días habían quedado atrás. Un sabor amargo de decepción se asentó en sus labios.
Un extraño silencio vigilante envolvía la casa. Incluso el personal más atareado había abandonado sus puestos para divertirse en el césped al otro lado de las ventanas. Mía llenó sus pulmones de aire y se dirigió de puntillas al despacho de su padre. Con cada paso, los recuerdos del último encuentro con Emil en aquella habitación le helaban la espalda y su garganta se contraía de ansiedad. Lo último que deseaba era otro encuentro con él — aquí y ahora.
Tocó con cuidado el picaporte metálico — estaba cerrado. Exhaló con frustración, poniendo los ojos en blanco, y luego, con un movimiento ágil, sacó una horquilla de su cabello. Sus dedos finos, entrenados por años de escapadas secretas, manipulaban hábilmente la cerradura. Este arte lo había dominado hace tiempo — por necesidad, pero a la perfección.
La cerradura cedió con un clic apenas audible. Mía abrió la puerta con cuidado para evitar que las bisagras crujieran y se deslizó dentro. Su mirada recorrió cada rincón del lujoso despacho — no había nadie. Su corazón comenzó a latir con más calma.
Los movimientos de la chica se volvieron precisos y concentrados, como los de una ladrona experimentada. Con manos temblorosas por la adrenalina, revisó metódicamente cada cajón y examinó el elegante armario con sus intrincadas tallas. Nada. Quedaba el último bastión: la maciza caja fuerte bajo el escritorio. Mía se detuvo ante ella como ante un examen decisivo. Conocía la combinación, pero el temor de que su padre pudiera haberla cambiado le desgarraba el alma. Una combinación incorrecta activaría la alarma y, entonces, adiós al sueño de escapar.
Sus dedos se dirigieron por sí solos al panel digital. Con cada tecla presionada, su corazón se saltaba un latido: seis dígitos — la fecha de la boda de sus padres. Mía cerró los ojos, conteniendo la respiración. Y entonces — un clic sordo, pero tan esperado. El mecanismo cedió. La chica abrió los ojos e inhaló profundamente, sintiendo cómo el alivio inundaba su cuerpo.
Con dedos temblorosos presionó el llavero. El sonido de la desactivación de la alarma le pareció ensordecedor, como si todos a su alrededor lo hubieran escuchado. Con piernas inseguras, Mía se acercó al coche y tocó la manija.
— ¿Adónde vas, querida? — resonó tras ella la odiosa voz empalagosamente dulce.