Mi peor cliente

CAPÍTULO 1 "El accidente"

El cielo está tan gris que parece que va a caerse sobre nosotros. Montevideo tiene ese don: puede ser hermoso y deprimente al mismo tiempo. Camino rápido por 18 de julio con el abrigo cerrado hasta el cuello, ya que por más que sea primavera, Uruguay es algo bipolar y a esta hora hace bastante frío, voy caminando rápido, esquivando charcos y vendedores ambulantes que ya armaron sus puestos antes de las ocho. En el vidrio de una vidriera me veo reflejada por un segundo: cara pálida, pelo atado, ojeras nuevas. Perfecta candidata para protagonizar un aviso de insomnio. Llego a la cafetería justo cuando Martín abre la puerta.

— Buen día, jefe— le digo con un sarcasmo suave, apenas audible.

Él me mira pesado, pero ni se molesta en responder. Me gusta pensar que lo hace porque en el fondo me tiene miedo, pero sé que simplemente no le importa.

Adentro huele a café recién molido y a bizcochos recién horneados. Es uno de esos olores que me reconcilian un poquito con la vida. Me pongo el delantal, me ato el cabello en un moño desarreglado y empiezo a preparar las mesas para abrir en unos minutos. A esta hora vienen los mismos de siempre: los del banco de la esquina, una pareja de jubilados que se sientan en la ventana y un grupo de estudiantes que nunca dejan propina.

Prendo la cafetera y el sonido del vapor me despierta más que el propio café.

Me gusta mirar cómo el humo se mezcla con la luz gris que entra por los ventanales. Es lo más poético que tengo en mi día.

A las nueve y cuarto, el local se llena. El murmullo de las conversaciones se mezcla con los pasos apurados. Sirvo tazas, limpio mesas. Lo de cada día. Hasta que entra él.

Lo veo apenas cruza la puerta: alto, con un traje gris oscuro que parece hecho a medida, el cabello dorado perfectamente peinado y un reloj que cuesta más que mi sueldo de seis meses. No es del tipo de cliente que suele venir a un lugar como este. Es como si un ejecutivo de Pocitos se hubiera perdido y terminara acá por accidente.

Caminaba despacio, observando el lugar con una expresión que mezcla desagrado y confusión.

— Buenos días ¿Mesa para uno?— le pregunto cuando lo veo frente al mostrador principal, intentando sonar amable.

Asiente sin mirarme, como si hablar conmigo fuera una formalidad.

— Buenos días, sí, sí. Algo tranquilo, si puede ser— responde con voz grave.

— Por supuesto, sígame— lo acompaño a una mesa cerca del fondo, junto a la ventana.

Veo como saca un celular de su bolsillo, un iPhone 13, no sé por qué me sorprende, lo deja sobre la mesa y suspira como si el mundo le pesara.

Saco la libreta y la lapicera de mi delantal y estoy lista para tomar su orden.

— ¿Qué va a ordenar?

— Un café negro, sin azúcar. Y si tienen algo decente para comer, una medialuna de jamón y queso.

"Algo decente." Me muerdo la lengua para no contestarle algo sarcástico. Pero finalmente anoto el pedido y me alejo de la mesa.

En la barra, mientras preparo su café, escucho a Martín hablar por teléfono con alguien. Cuando me ve llegar lanza un "te llamo después", y me mira con cara de pocos amigos.

Mierda.

Algo había hecho.

— Las señoras de la mesa 5 están quejando de cuanto tardan las margaritas de crema que pidieron.

— Pero no es mi culpa, fui a preguntar y todavía no están listas.

— No seas terca Sofía, acordate de que el cliente siempre tiene la razón, ¿Querés volver a ganar los dos pesos como hace unos meses?

— Sabes que necesito la plata, no podes hacerme eso— le pido casi rogando.

— Bueno entonces, estate más atenta a los pedidos.

Comencé a hacer respiraciones profundas para tratar de no perder la cordura y tomé la bandeja con la orden que había pedido el chico rubio lindo, cuando estaba todo comencé a caminar con la bandeja en mis manos.

Él sigue revisando el celular, tecleando con rapidez. Me acerco y trato de poner la bandeja sobre la mesa.

— Su café— digo, intentando sonar profesional.

Pero en ese momento, siento como alguien me choca desde atrás.

Una clienta que se levanta sin mirar por dónde va. No llego a reaccionar. La bandeja se tambalea y la taza se vuelca hacia adelante.

Frente a mis ojos veo como todo el café negro cae directo sobre la camisa blanca impoluta de aquel hombre.

El silencio que siguió fue mortal.

— ¡NO! No, no, no!— digo enseguida, buscando servilletas —¡Perdóname de verdad! No fue mi inten—

— ¿Qué mierda hiciste?— me interrumpe, levantándose de golpe. La mancha oscura se extiende por su pecho.

— Fue un accidente, te juro, una señora me empujó—

— ¿Una señora?— me mira con incredulidad —¿Y dónde está tu señora imaginaria?

Miro hacia atrás, pero la clienta ya desapareció entre la gente. Perfecto.

— Te traigo servilletas, un trapo, lo que quieras— balbuceo, mientras intento limpiar su camisa con torpeza.

Él retrocede un paso, indignado.

— No me toques— dice con un tono que congela el aire— ¿Sabes cuánto me salió esta camisa?

— No, pero me imagino que más que todo lo que tengo encima — respondo antes de poder detenerme.

Lo miro a los ojos por primera vez a los ojos. Celestes, fríos, calculadores. Y durante un segundo, me da la impresión de que todo en su vida está perfectamente en orden... menos la paciencia.

Martín aparece corriendo desde la barra.

— ¿Qué pasó acá?— pregunta, con cara de espanto.

— Tu empleada me bañó en café— responde el hombre, sin apartar la vista de mí.

Siento cómo la rabia me sube desde el estómago.

— Fue un accidente— repito —Y ya le pedí disculpas.

— Una disculpa no va a arreglar a mi camisa arruinada— dice, mirando la mancha con disgusto.

Martín me fulmina con la mirada.

— Andá a la cocina, Sofía.

Abro la boca para defenderme, pero no tiene sentido. Me doy media vuelta y camino hacia la cocina, con el corazón latiéndome en los oídos.



#4704 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 18.11.2025

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