No sé cuántas horas llevo sentada en este pasillo del hospital, con los codos apoyados en las rodillas y las manos casi congeladas. Escucho el sonido constante de los monitores, los pasos rápidos de las enfermeras y el tic-tac de un reloj que parece querer burlarse de mí.
Hace apenas tres horas yo estaba en mi casa, preparando la cena; cuando escuché a mamá toser. No era una tos cualquiera. Fue un sonido profundo, ronco, pareció que le arrancó el aire. Cuando llegué al cuarto, la encontré llevándose la mano al pecho, los labios pálidos, el cuerpo temblando.
Todavía siento el peso de su cuerpo cuando la ayudé a sentarse, el teléfono resbalándome de las manos mientras pedía una ambulancia. En Uruguay, las ambulancias nunca llegan rápido, pero esos fueron los minutos más largos de mi vida: la señora de la ambulancia me pidió calma y que esperara, cómo si mi madre tuviera tiempo.
Cuando al fin llegaron, su cabeza iba apoyada en mi hombro, mientras yo le susurraba que todo estaba bien. Mentía, y lo sabíamos las dos. Vuelvo mi mente al hospital cuando siento una presencia a mi lado. Una médica joven se acerco con una carpeta en sus manos. Su expresión es neutral, profesional.
— ¿Sofía Cabrera?— pregunta, y asiento de inmediato con algo de miedo por lo que me pueda llegar a decir.
— ¿Eres la hija de cristina no es así?
— Si, lo soy.
— Tu mamá está estable, por suerte. Solo fue un susto, pero hay que hacerle unos estudios más. Ella ya tenía unos problemas cardíacos que ya venía arrastrando, ¿verdad?
— Sí— respondo —Pero pensé que eso ya estaba controlado, con todos los medicamento que toma.
— Sí, lo sé. Pero va a necesitar un tratamiento nuevo, algo más específico. Siento el estómago apretarse.
— ¿Y... y eso lo cubre el hospital?
La doctora duda apenas un segundo —Parte sí, pero los medicamentos principales no. Pueden comprarlos en la farmacia... pero son algo caros.
"Caros" La palabra me perfora la cabeza desde los últimos 7 años. En su tono amable se esconde lo que realmente significa: imposible.
Asiento en silencio, fingiendo que entiendo, que tengo todo bajo control. Pero por dentro, una parte mía se quiebra, sin saber que es lo que voy a hacer. Con algo que me quedaba de mi sueldo anterior, pago un taxi hasta nuestro barrio, el viaje se siente más lento que nunca. Montevideo duerme bajo una lluvia fina, y las luces de los semáforos se reflejan en los charcos como manchas rojas. Veo como mamá apoya la cabeza contra la ventanilla y suspira.
— No me pongas esa cara, Sofi— dice en voz baja —Estoy bien.
— Casi te desmayas, mamá. No estás bien.
— Fue un sustito nomás— sonríe débilmente —Me pasa por querer hacer todo sola.
— Tenés que descansar— le insisto —Y tomar lo que te recetaron.
— Sí, claro. Entre tu sueldo y mi jubilación apenas me alcanza justo para comprar el aire que respiro. La ironía es su manera de defenderse, pero a mí me duele igual.
Cuando llegamos al edificio, subimos despacio. Ella se agarra del pasamanos, jadeando.Al fin dentro de casa, la ayudo a acostarse en su cama, le acomodo una frazada y preparo un té mientras el ruido de la lluvia golpea contra la ventana del living. Me siento en el sillón, mirando las luces lejanas del Centro, y pienso en los precios de los remedios, los turnos en la cafetería, el alquiler. Todo me pesa. A medianoche me despierta su tos. Voy corriendo a su cuarto con miedo a que se repita lo mismo.
— Estoy bien— dice, aunque le tiemblan los labios —Solo me asusté.
Le agarro la mano y me quedo ahí, sentada a su lado, hasta que me aseguro que volvió a dormirse.
Cuando amanece, tengo los ojos hinchados y la cabeza llena de preguntas sin respuesta. El lunes, vuelvo a la cafetería. Martín me recibe con su cara de amar la vida, nótese el sarcasmo.
— Llegás justo— dice sin saludar —La máquina de café se trabó, de nuevo.
— Buenos días para vos también— respondo, colgando mi abrigo.
Me ato el delantal y trato de concentrarme, pero mi cabeza sigue en la farmacia, haciendo cuentas que nunca cierran. Cuando estoy acomodando las tazas, escucho una voz conocida detrás de mí:
— ¿Sofía?
Me doy vuelta —¿Diego?— digo sin poder evitar la sorpresa. Diego fue mi compañero en esta misma cafetería hace unos 2 años. Era de esos tipos que siempre tenían un chiste a mano, incluso cuando todo se caía a pedazos.
Está igual, con unos tatuajes nuevos en su brazo, su pelo negro más corto, pero la misma sonrisa torcida.
— No puedo creer que sigas acá— dice riendo.
— Y yo no puedo creer que volviste. Pensé que habías vuelto España.
— Me fui, por un tiempo a visitar a mi familia, pero volví. Extrañaba un poco la vida tranquila de aquí.
— Podrás quitar al español de Montevideo pero jamás a Montevideo del español— reímos un poco a la vez.
Martín se acerca y nos corta la charla con una mirada de hielo — Tanto tiempo diego— habla.
— También es un gusto verte Martín.
Martín asiente sin interés y se aleja. Diego me guiña un ojo.
— Algunos jefes no cambian nunca, ¿eh?
— No, solo se vuelven peores con los años.
Nos reímos bajito, y por un momento siento algo que había olvidado: alivio. Durante los siguientes días, Diego se convierte en mi pequeña dosis de oxígeno. Me ayuda con las bandejas, me hace reír cuando ve que estoy por explotar, y de a poco volvemos a tener esa complicidad de antes.
Una tarde, mientras me vino a visitar en mi rato libre, le cuento lo del hospital. No sé por qué. Tal vez porque necesito decírselo a alguien en voz alta.Él me escucha en silencio, con el ceño fruncido.
— ¿Y los remedios del tratamiento?— pregunta.
— Carísimos. Ya pregunte presupuesto en tres farmacias diferentes y es imposible. Creo que ni vendiendo medio riñón llego.
— ¿Y si buscas otro trabajo?
— ¿Otro? Apenas puedo con este.
— Escúchame— dice, acercándose a mi y bajando la voz —Un amigo me dijo que en la empresa de la esquina, la que está sobre Andes, buscan camarera privada. Es para atender en reuniones y oficinas. Yo vi el anuncio y pagan bien, Sofi. En serio.