La tormenta cae sobre parque rodó, pesada y constante, como si el cielo también estuviera cansado de guardar tanto en su interior. Desde la ventana de la cafetería de la empresa veo cómo las gotas golpean los vidrios y se deslizan hasta perderse. Afuera, los autos se mueven despacio, salpicando los charcos que cubren las veredas del centro.
El aire huele a café recién hecho y humedad. Las luces de los autos en la tarde reflejan un tono anaranjado sobre el piso brillante. La mañana estaba tranquila pero ahora, cuando la noche esta cerca, se vuelve de esos días donde nadie quiere salir de la comodidad de su casa, pero acá adentro todo sigue funcionando igual. Personas que van y vienen, bandejas de pedidos llenas para los ejecutivos, risas nerviosas del personal.
Yo trato de concentrarme en mi trabajo, aunque la mente se me va cada tanto hacia donde no quiero. Hacia él.
Hace ya varios días que Marcos y yo no hablamos mucho. No porque estemos peleados, sino porque… no sé. Es raro. Desde la charla del balcón su forma de mirarme cambió. Ya no hay sarcasmo en sus ojos, ni ese brillo de superioridad que tanto me irritaba. Ahora me observa como si intentara descifrar algo que ni yo entiendo, como si quisiera ponerme nerviosa con tal solo verme.
Y eso, sinceramente, me asusta.
— ¿Sofía? ¿me estas escuchando?— me llama Martina, una de las chicas que trabaja conmigo en la cocina.
— ¿Eh?— levanto la vista —Perdón, ¿qué?
— Te pregunté si podías llevar esto al piso tres. Pidieron dos cafés y un platillo de medialunas.
— Sí, claro— agarro la bandeja con cuidado.
El ascensor tarda más de lo normal, como siempre. A través del vidrio puedo ver la lluvia pegándose contra la fachada del edificio. El reflejo del cielo gris oscuro se mezcla con el de las luces de los edificios.
Cuando llego al piso tres, el pasillo está casi vacío. La mayoría ya se fue y los pocos que quedan se refugiaron en sus oficinas. Camino hasta la sala de reuniones, toco la puerta y entro.
Y ahí está él.
Marcos. Sentado frente a su computadora, con el saco apoyado sobre el respaldo y la camisa blanca arremangada hasta los codos. El cabello rubio le cae un poco sobre la frente. Está concentrado, serio, escribiendo algo con rapidez, parece un poco estresado.
— Perdón la demora— digo dejando la bandeja sobre la mesa—habían muchos pedidos adelante y la cocina se atrasó.
— No pasa nada— levanta la vista, y nuestros ojos se cruzan por unos segundos que dura más de lo que debería —Gracias.
Me quedo helada mirando sus ojos celestes, siento que si los miro demasiado, podría perderme en ellos.
— ¿Esta todo bien?
— Sí, si, no pasa nada— me doy vuelta enseguida, intentando no pensar en lo que vi en su mirada. Algo distinto. No sé si es ternura o curiosidad, pero me deja inquieta.
— Sofía— me llama justo cuando estoy por salir.
— ¿Sí?
— ¿Te falta mucho para terminar el tuno?
— No, de hecho salgo en un rato ¿Por qué?
Ambos escuchamos como suena un fuerte trueno justo encima de la empresa, y enseguida veo como Marcos me mira, preocupado
— ¿Tenes paraguas?— pregunta.
— No. Vine en ómnibus y no pensé que iba a llover tanto.
— Están diciendo que se va a poner peor— dice, mirando por la ventana —Si querés, puedo acercarte cuando salgas.
Mi corazón da un pequeño salto que intento disimular.
— No hace falta, gracias. Me las puedo arreglar.
— No parece una noche para “arreglarse”— responde con una sonrisa leve —En serio sofía, no es molestia.
— Dije que no hacía falta, sabes que, mejor me voy— digo para al fin irme por donde vine, ahora con la bandeja vacía.
El resto de mi turno pasa lento, con el sonido constante de la lluvia golpeando los techos y las ventanas. A medida que el reloj avanza, la luz de afuera se vuelve menos notoria, más tenue y las calles parecen cubrirse con un velo gris.
Cuando finalmente termina mi horario, el cielo ya está completamente cerrado. El agua cae con mayor fuerza que antes, y los truenos hacen temblar los vidrios del vestíbulo.
Me quedo un rato en la puerta, mirando hacia afuera. No hay rastros de taxis vacíos, y para mi desagrado, los colectivos que me sirven para irme a mi casa van repletos. Me agarro la chaqueta con fuerza y respiro hondo.
— No podes tener tan mala suerte— murmuro para mí misma, reprochándome.
Entonces lo veo aparecer. Marcos, con el mismo saco oscuro que lleva en todas las reuniones, sosteniendo un paraguas negro.
— Te lo dije— dice, parándose frente a mí —Te vas a empapar.
Ruedo los ojos —Puedo esperar a que pare un poco.
— No va a parar— mira el cielo, resignado —Dale no seas terca, yo te llevo.
— No quiero deberte favores.
— Entonces tómalo como un intercambio— sus labios esbozan una sonrisa que casi parece sincera —Vos me sacas charla y yo manejo.
Me río apenas, a pesar de que trato de parecer enojada —no prometo ser buena compañía.
— Con que vayas conmigo me alcanza, mesera linda.
Y antes de que pueda volver a protestar, se acerca a mi para que el paraguas me alcance. La distancia entre los dos se reduce tanto que puedo oler su perfume: una mezcla de madera y algo cítrico. Me pone nerviosa. Caminamos bajo la lluvia hasta el auto que esta estacionado en el parking del edificio, vamos sin hablar.
El sonido de las gotas golpeando el paraguas es casi hipnótico.
Cuando subimos, el silencio entre nosotros se vuelve extraño. El ruido de la lluvia sobre el techo del auto nos envuelve. Marcos enciende el motor, las luces del tablero iluminan el perfil de su cara.
— ¿Dónde vivís exactamente?— pregunta.
— Cordón— digo seria, mirando hacia el frente.
— Perfecto, me queda de paso a mi casa.
Empieza a manejar, lo hace despacio. Las calles están llenas de charcos y el limpiaparabrisas del auto de Marcos no da abasto. Afuera, la ciudad parece un cuadro borroso de luces y reflejos.