Mi peor cliente

CAPÍTULO 7 "El hospital"

El taxi se detiene frente a la entrada principal del hospital Maciel con un chirrido suave de frenos. Afuera, el aire es frío y húmedo, con ese olor a invierno que mezcla tierra mojada y escape de autos. La ciudad vieja parece moverse en cámara lenta; apenas se escuchan las bocinas lejanas y el murmullo constante del tránsito.

— Llegamos, má— digo, girándome hacia ella.
Mamá asiente despacio, con una sonrisa débil que intenta esconder su cansancio. Lleva el abrigo gris cerrado hasta el cuello y una bufanda de lana que yo misma le tejí el año pasado. Se la acomoda con cuidado, como si ese pequeño gesto la ayudara a mantener la calma.

Pago al taxista y bajo primero. Le ofrezco la mano a mi madre, y ella la toma con delicadeza. Su piel está tibia, pero sus dedos tiemblan apenas.

— Tranquila, no tenemos apuro— le digo.
— Lo sé, hija, pero igual quiero entrar rápido. No me gusta hacer esperar a los médicos— responde con una sonrisa que no termina de llegarle a los ojos.

Caminamos juntas hacia la puerta del hospital. Cada paso se siente más pesado que el anterior. El ruido de los autos se va apagando mientras el aire del interior nos envuelve con ese olor a desinfectante que ya reconozco demasiado bien.

— Hace frío acá adentro— murmura mamá, frotándose los brazos.
— Sí... y todavía falta el invierno— respondo, tratando de sonar ligera.

Un guardia de seguridad nos saluda con un gesto y señala la dirección hacia los consultorios. Tomo el bolso de mamá, aunque ella insiste en que puede cargarlo sola. Caminamos por el pasillo principal, donde las luces blancas y el eco de los pasos hacen que todo parezca más silencioso de lo que realmente es.

La miro de reojo mientras avanzamos. Su respiración es lenta, pero se nota el esfuerzo que hace por mantenerse tranquila. Y ahí, en ese instante, me golpea la realidad: por más que finja serenidad, mi madre también tiene miedo.

Cuando llegamos al mostrador, me adelanto para hablar con la recepcionista.
— Cristina Méndez, tiene cita con la doctora Morales ahora a las 11:00am— digo.
La mujer teclea rápido y asiente —sí, están esperándolas en el box tres, al fondo del pasillo.

Le agradezco con una sonrisa breve y miro a mamá.
— Vamos, ya casi estamos.
Ella asiente, y caminamos juntas hacia el fondo, el sonido de nuestros pasos perdiéndose entre el murmullo lejano de las enfermeras y el pitido intermitente de alguna máquina.

Cuando por fin llegamos al box, mamá suelta un suspiro.
—Bueno... acá estamos.
Le aprieto la mano sin decir nada.

El pasillo del hospital huele a alcohol y productos de limpieza nuevos. Son el tipo de aromas que conozco bien, los que me hacen sentir que llevo horas y horas acá.La luz blanca del techo parpadea cada tanto, como si hasta la electricidad estuviera cansada de funcionar.

Camino al lado de mamá, tratando de disimular mi propio agotamiento. Llevo puesta una bufanda celeste alrededor del cuello, el abrigo abrochado hasta arriba y las manos entrelazadas sobre el bolso puesto en mi falda. Veo a mi madre recostada en la camilla del box de emergencias. Se la ve tranquila, o al menos finge estarlo. Pero yo no lo estoy.

— Tranquila, Sofi— me dice con su tono sereno, ese que usa cuando nota que me tenso —no es nada del otro mundo, solo me van a explicar bien lo del tratamiento.

Asiento, sin decir nada. En realidad, me da miedo escuchar las palabras de los médicos. Miedo de que usen términos que no entienda, o algo peor: que si los entienda bien.

El hospital Maciel siempre me pareció un lugar frío. Las paredes son de un blanco hueso, con unas grandes ventanas en las paredes que dejan entrar una luz que a mi criterio, no calienta mucho el lugar. Hay personas sentadas en los bancos de los pasillos afuera del box, se puede ver a un señor ya mayor dormido con el bastón apoyado entre las piernas, una pareja cono algo de nervios en sus miradas, una enfermera que camina apurada empujando una camilla vacía.

Sin poder evitarlo, siento como una voz me saca de mis pensamientos, cuando muevo la vista, la cortina del box se desliza y entra una doctora un tanto joven, lanzándonos una sonrisa amable.
— Buenas tardes señora Cristina, ¿cómo está? Usted debe ser su hija, ¿verdad?— dice mirándome.

— Sí, soy Sofía, es un placer— respondo, intentando sonar más firme de lo que me siento.

— Encantada, soy la doctora Morales— la doctora se presenta mientras empieza a revisar unos papeles en la pequeña mesa al lado de la camilla —bueno, como habíamos hablado, hoy vamos a repasar los pasos de tu tratamiento, Cristina.

Su voz es delicada, casi pausada. Comienza a explicarnos sobre medicamentos, controles, posibles efectos secundarios. Yo escucho, pero mi mente se distrae en detalles insignificantes: el reloj sobre la pared, el zumbido constante del aire acondicionado, el modo en que la luz blanca se refleja sobre el estetoscopio de la doctora.

— Bueno como ya saben ambas, este tratamiento es nuevo en Uruguay, la enfermedad respiratoria de Cristina es algo complicada, no sabemos mucho sobre ella, pero es la única opción que tenemos, al menos por ahora.

— ¿Hay algún riesgo? ¿Que es lo peor que podría pasarle a mi mamá si el tratamiento sale mal?

— En realidad no lo sabemos con seguridad, por eso es el contrato, nos dará la aseguración de que tenemos tu consentimiento. Si es verdad que hay riesgos si su cuerpo no acepta de buena forma los medicamentos pero como les dije, es la única opción que tenemos hasta ahora.

— No lo sé, me da miedo que te pase algo má— le digo preocupada, mirándola recostada en la camilla, ella piensa en silencio.

— Lo que podemos hacer es comenzar con el tratamiento mientras esperamos que las medicinas adecuadas lleguen a Uruguay, el hospital esta tratando de conseguirlas lo antes posible, entonces cuando lleguen podemos cambiar el tratamiento y usar las nuevas.



#4704 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 18.11.2025

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