Mi peor cliente

CAPÍTULO 3 "Los insultos"

Ya llevo aproximadamente una semana trabajando en la empresa y, sinceramente, empiezo a pensar que si es verdad que dios existe, entonces me odia. Si me hubisen dicho que iba a pasar ocho horas al día cruzándome con el idiota rubio de traje, habría rechazado el puesto sin pensarlo. Pero no, acá estoy, sirviendo cafés y masitas a ejecutivos elegantes que creen que el las cosas se hacen por arte de magia.

Y Marcos.
Marcos está en todas partes.

Lo veo en las reuniones, en los pasillos, en el ascensor. Hasta en mis pesadillas.
Siempre con su perfume caro y esa sonrisa que parece querer decirme “te voy a arruinar el día”.

No pasa un solo día sin que discutamos por algo. Si no se burla de mi forma de tomar notas de los pedidos, critica mi forma de caminar. Si no comenta el “tono desafiante” con el que según él le hablo, me acusa de mirarlo mal.
Una guerra fría servida en bandejas y con sarcasmos.

Hoy, por ejemplo, empieza temprano. Trato de acomodar las tazas para comenzar a releer los pedidos que había tomado minutos atrás.

— Buenos días, Cabrera— dice desde la máquina de café.
— Solo días para mí— respondo, sin levantar la vista.
— ¿Otra vez estuviste sin dormir? ¿O es tu cara natural?
— Es mi cara natural de tener que verte, ¿Qué coincidencia no?

Marcos se ríe bajito, siempre que se ríe conmigo tiene ese tipo de risa que suena a provocación pura. Se cruza de brazos y me observa como si yo fuera parte de la cocina.
— Sabés, deberías aprender a sonreír más. Las meseras consiguen mejores propinas sonriendo.
— Y los jefes consiguen más respeto siendo menos irritantes. Pero bueno, cada uno con su estilo.

Cuando pasan unos minutos y noto que sigue allí, lo veo de reojo, estaba mirando a la cafetera como si fuera un artefacto de la NASA.

— ¿Te esta fallando la inteligencia a ti o el filtro a la máquina?— pregunto, dejando las tazas sobre la encimera.
— Muy graciosa, Cabrera— dice, sin mirarme —Pero si querés ser útil, podés alcanzame el azúcar.
— Si querés que te la alcance, pedilo bien.
— ¿Por favor?— responde con una sonrisa torcida luego de varios segudos, en los que seguro me maldijo de todas las formas posibles.
— Así sí— le paso el frasco y agrego —Viste que sabés ser educado cuando querés.
— Solo cuando la compañía lo merece.

Lo miro de reojo.
Es tan insoportablemente encantador que dan ganas de tirarle un café encima otra vez.
Pero no. Respiro profundo y sigo con lo mío.

— La “companía” no esta muy feliz de estar aca.

— Tenés una respuesta para todo, ¿no?— dice mientras revuelve su taza.
— Alguien tiene que mantener viva la conversación, ya que vos solo hablás de vos.
— No me subestimes, si queres puedo hablar de vos también— habla mientras me guiña un ojo.
— Qué miedo— respondo asustada, y él se ríe.

Y hay un segundo, apenas un segundo, en que esa risa suena realmente sincera.

Cuando termino de ordenar las tazas de café y medialunas del primer pedido me alejo, pero aún puedo sentir cómo su mirada me persigue. A veces pienso que disfruta verme enojada. Y lo peor es que lo logra con una facilidad que me asusta.

Durante los días siguientes, el patrón se repite sin parar. Marcos encuentra cualquier excusa para pincharme. Si me equivoco al servir un pedido, se burla exagera. Si hago algo bien, ironiza.
Y aunque no lo admitiría ni bajo tortura, hay algo en esas discusiones que me mantiene… viva.
Como si pelear con él fuera una especie de adrenalina que no quiero reconocer.

El viernes llega con una lluvia fina y un aire pesado. Tengo que asistir a una reunión importante, esas donde todos parecen competir por quién tiene el traje más caro o el reloj más brillante. Yo solo tengo que servir el café y evitar derramarlo encima de alguien, lo cual, considerando mi historial, es un reto algo complicado.

La sala de conferencias es enorme, con unos ventanales que dan a la rambla de Montevideo y una mesa que podría usarse para una cena diplomática.

El aire huele a perfume caro y a tensión.
Marcos es quién esta en la cabecera, revisando unos papeles. Me ignora al principio, pero sé que me vio entrar. Siempre me ve.

Mientras hago mi único trabajo ahí de acomodar las tazas, escucho como uno de los ejecutivos cuenta una historia sobre su padre, sobre cómo lo llevaba a trabajar con el cuando era chico le enseñó “el valor del esfuerzo”.

Todos se ríen.
Yo bajo la cabeza.

Y, claro, Marcos tiene que intervenir.

— Bueno, no todos tuvimos esa suerte— dice sonriendo, con ese tono ligero que usa cuando quiere parecer simpático —Algunos crecimos sin que nadie nos marcara el camino, y mírennos, igual terminamos usando traje. Supongo que no se necesita un padre para aprender disciplina, ¿no?

Las risas continúan, suaves, sonando con mala intención.
Pero a mí se me paraliza el pecho.
El sonido de las cucharitas contra la porcelana se vuelve insoportable.

Él no lo sabe, claro.
No nunca sabe nada.
Pero sus palabras me atraviesan igual, siento como mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

Dejo la bandeja que tenía en mis manos sobre la mesa con cuidado y murmuro una excusa para salir rápido de allí.
Salgo de la sala antes de que alguien note que tengo los ojos vidriosos.

Camino rápido por el pasillo, con las manos temblando.
No puedo creer que haya dicho eso.
No fue personal, lo sé. Pero igual me dolió.

Los siguientes días decidí no hablarle. Sabía que este era un tema que tal vez debería hablar con un psicólogo pero la realidad era que no me alcanzaba el dinero.

Pero decidi que era mejor evitarlo donde sea que estemos.
Si él entraba a la cocina, yo salía.
Si me miraba, yo desvíaba la vista.
Cuando al fin terminaba mi turno en este miercoles lluvioso, el ascensor sube lento, como si también estuviera agotado del día.
Apoyo la cabeza contra la pared metálica y dejo escapar un suspiro.
Siento mi cuerpo pesado, los pies adoloridos, y un nudo en la garganta que llevo conteniendo desde que salí de la empresa.



#4704 en Novela romántica

En el texto hay: cafe, cafeteria, uruguay

Editado: 18.11.2025

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